Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

jueves, 11 de abril de 2013

Naturaleza


En aquellos últimos instantes de su vida, cuando su pecho ansioso y fatigado se esforzaba por robar al aire las últimas bocanadas secas y polvorientas que fueron la causa última de su muerte, Tristán del Tártaro recordó aquellos tiempos felices que tanto añoraba y que habían huido de él sin reparo alguno. En aquellos días de juventud aún tenía la frente despejada y morena y se le conocía como Tristán de los Campos de Maíz.

Tristán había pasado sus mejores años trabajando la misma tierra compacta y oscura que, a cambio de horas de sudor, le había dado los más hermosos maizales de la región, los que daban la harina más fina y amarilla. Durante docenas de meses había trabajado cada día, tomándose apenas un descanso los domingos para oír misa y pedir a Dios que no se demorara la estación seca, tan necesaria en aquella tierra de lluvias que llegaba a pudrir sus cosechas de pura humedad.
La naturaleza era generosa y exuberante en aquella región, no faltaban lluvias ni nutrientes en los suelos, que recibían agradecidos el duro trabajo de los labradores, a quienes tanto el amanecer como el anochecer los sorprendían con la espalda doblada y las manos enrojecidas de la escarcha. El viento helado del norte, empujado en violentas rachas desde el mar embravecido, había acabado por borrar los labios de Tristán, que eran poco más que una línea fruncida, seca y curtida.
Tristán amaba a su tierra del mismo modo que otros amaban a sus esposas, con un amor irracional e incondicional por el que habría estado dispuesto a dejarse matar, siempre y cuando su cuerpo sin vida fuese enterrado en aquella parcela, para así fundirse con ella y alcanzar la inmortalidad brotando en forma de mazorcas de granos dorados.
Si le hubiesen dicho que habría de ser él quien arrasase su idolatrado fragmento de naturaleza con sus propias manos, que habría de ser él quien envolviese su única herencia en un torbellino de llamas despiadadas y voraces, se habría reído con su risa profunda, que le resonaba en el pecho con vibraciones de guitarra española.
Aquella triste madrugada que, encañonado y tembloroso, arrojó el fósforo prendido a sus desprevenidos maizales tuvo la tentación de arrojarse a aquel portento de flamas y así arder con él, consumirse antes de perder lo único que ansiaba: que sus restos descansaran en aquella tierra reposada. Pero los enviados del gobierno no se separaron de Tristán hasta que el fuego se murió de hambre y su tierra amada quedó negra y arrasada, seca en su superficie y yerma hasta varios metros de profundidad, donde la vida se agazapaba asustada.
Antes de marcharse, aquellos peleles uniformados le informaron de que aquel terreno no solo no era suyo, sino que nunca lo había sido, y le hablaron de complejas figuras jurídicas y de expropiaciones con carácter retroactivo, por las que no se recibía indemnización, pues en ellas figuraba que la tierra siempre había pertenecido al Estado. Tristán ni siquiera intentó comprender cómo era posible que lo que el día anterior era suyo desde entonces, catorce de noviembre, formalmente jamás le hubiera pertenecido, no, se limitó a meterse en la cama hasta casi consumirse de pena.
Atrás quedaron las camisas blancas de lino, el sudor ardiente de las siega, el bronce en la piel, las pestañas quemadas, los músculos torneados y las canciones populares. El movimiento ondulante y perezoso de las plantas de maíz, el suave brillo estival, el tacto de la tierra húmeda y la aspereza de las herramientas se convirtieron en meros fantasmas coloreados que visitaban a Tristán en las tediosas horas en la fábrica.
Tristán se había convertido en un obrero de la metalúrgica que el gobierno había levantado en aquella parcela que ni era ni había sido nunca suya, una ridícula argucia legal que, a medida que los recuerdos perdían color como las caracolas deslavadas por el mar, había comenzado a creer.
Las monótonas horas de alienación le habían secado los ojos y la piel, convirtiéndolo en un ser gris y atormentado de salud débil y huesos quebradizos. Si no se dejaba morir, era porque sabía que aquel monstruo que escupía humo y hollín estaba ocupando su legítima fosa.
Cuando ya no le dolía ver el cielo cubierto de polvo espeso, cuando la lluvia abrasadora había dejado de causarle temor, cuando se había acostumbrado a ver seco el lecho del río, cuando casi se había convertido en ciudadano de aquel horrible lugar que solo podía ser el Tártaro, Tristán pestañeó y ya no pudo moverse. No le dio tiempo a comprender qué había sucedido, ni siquiera pudo alegrarse por el derrumbamiento de aquel gigante de hormigón, solo fue consciente de cómo sus pulmones se llenaban de densas volutas negras de veneno ácido, tan distinto a la brisa que tanto añoraba.
Tristán desapareció en la negrura polvorienta que había acabado también con sus queridos maizales, si bien no pudo cumplir su última voluntad de descansar con ellos, al menos sus muertes fueron idénticas. Pero a Tristán del Tártaro se le negó la inmortalidad que le habría dado fundirse con la tierra; no hubo renacer dorado al sol, solo hubo muerte estática y carbonizada.

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