Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

sábado, 30 de marzo de 2013

¿Quién puede?

¿Quién puede aguantarlo?
¿Quién puede vivir así?
¿Quién puede soportar la constante comparación?
¿Quién puede saber que nunca ganará, que siempre estará detrás?
¿Quién puede aspirar a la perfección desde una posición tan débil, sabiendo que nunca la alcanzará?
¿Quién puede?

viernes, 29 de marzo de 2013

I do.

You've never been here and obviously you haven't left either. And yet I miss you. I do.

jueves, 28 de marzo de 2013

18 momentos

1. Cada momento contigo, aunque no recuerde ninguno, te fuiste demasiado pronto.
2. Ese día de mayo en que toda conjuntada del mismo color vi por primera vez a ese bebé sonrosado y con la cabeza llena de pelo negro sudado. Iba vestido de azul y estaba tumbado boca abajo. Tenía los puños cerrados.
3. El primer día de colegio, con un pichi gris oscuro "de mayor" y una camisa rosa con ositos bordados en los cuellos bebé. Mamá me había metido un sugus rojo en el bolsillo del abrigo. Lo encontré en el recreo, cuando deambulaba sin ningún amigo aún.
4.  Ir en el coche con el abuelo y ver cómo sacaba un peine del bolsillo de la camisa de manga corta y se peinaba mirándose en el retrovisor. Sus ojos verdes.
5. Ir a por el pan y el periódico con Papá y comerme el pico de la barra de camino a casa.
6. Merendar pan y chocolate en Cabezón con los primos.
7. Cumplir nueve años. Dana.
8. El día que Mamá salió del hospital sin maquillar y más delgada. Yo no sabía qué había pasado ni podía sospechar el muelle de titanio que ayudaba a su corazón, pero aun así me di cuenta de que la tragedia había vuelto a llamar a nuestra puerta, aunque esta vez se hubiese quedado en el felpudo.
9. El primer día de primero de la ESO.
10. Bailar en El Escudo.
11. Cenar en Tavira cada verano.
12. Cruzar la pasarela en una especie de nube absoluta de felicidad. ¿Quieres un caramelo? Adiós. Dos besos.
13. El concierto de los Arctic Monkeys. Saltar y cantar desde el foso. Alex y su chupa de cuero.
14.  Dormir al raso en Zarautz. Despertar cubierta de rocío con los ojos aún pintados de azul.
15. Bailar y bailar, saber lo que va a pasar, no poder ni sonreír. Y que pase.
16. Aclarar las cosas. Cruzar versiones y reír. Hablar del futuro. Descubrir pequeñas intimidades y sueños. Soñar un poquito y luego despertar.
17. Chankete.
18. Abrir el álbum de fotos. Ver que cumplir años no es solo hacerse vieja, también es atesorar historias y momentos. Dar las gracias. Una y otra vez. Mis ovejitas.

lunes, 18 de marzo de 2013

Renacer.


Recuerdo a la perfección aquel seco momento en que renací. Mi segundo nacimiento fue tan distinto al primero que dudé de su autenticidad y pensé que tal vez no era más que una ilusión de la muerte, que quería reírse de mí. Pero al punto me di cuenta de que aquel violento primer latido de mi corazón agarrotado solo podía significar una cosa: volvía a estar viva. Y no solo volvía a vivir, sino que seguía siendo yo: aquellos miles de metros de venas y arterias que volvían a sentir el fluir de la sangre eran los mismos que asistieron asombrados a mi prematura muerte, tras la cual el plasma encarnado se coaguló, cegando las tuberías que alimentaban mis tejidos.
Si mi primer nacimiento, aquel en el que mi madre me dio la vida, fue húmedo y viscoso, este renacer solitario fue absolutamente antitético, fue seco y acartonado, de forma que se pareció mucho al estado de la muerte, si bien no al acto en sí de morir, que sorprendentemente se había parecido mucho a mis primeros instantes ahogada en los fluidos amnióticos, cuando no era más que un ser acuoso y ciego que luchaba por respirar.
Tras los primeros latidos, que fueron lentos y sentenciosos como las doce campanadas de un reloj a medianoche en una casa vacía, mi corazón comenzó a bombear sangre con rapidez, ansioso por enviar vida a cada rincón de mi cuerpo, que había sido respetado por los gusanos y la tierra.
Me dolió el aire en el pecho, los pulmones amenazaron con desgarrarse tras hincharse con rapidez como las velas de un barco guiado por los Alisios, pero me aferré a esta segunda vida con desesperación, temerosa de volver a aquella nada cortante y blanca que era la muerte de cuyas garras había escapado.
Después de estos primeros instantes de vida, en los que intenté acostumbrarme al continuo torrente de información sensorial que me taladraba, me incorporé sin dificultad y salí a pie de mi nicho, confiando a la discreción de los muertos el secreto de mi huida.
Vivir dolía. La muerte era tediosa, sí, pero también proporcionaba una anestesia eficaz a la que me había acostumbrado. Con cada paso notaba el dolor punzante de la herida del costado que, aunque misteriosamente cicatrizada, no dejaba de ser lo que había acabado con mi vida. La fría herrumbre de la hoja del arma homicida se me había quedado dentro de la carne y ahora formaba parte de mí, me había hecho metálica e inhumana hasta cierto punto, pero también brillante.
No necesitaba citarte para saber que estarías en el lugar previsto en el momento adecuado, supe que mi espíritu errante y sediento de venganza se te había aparecido en sueños en forma de cuervo negro y te había señalado un camino que habrías de seguir en una especie de trance espeso y dulzón que te embotaba los sentidos.
Ya despuntaba el amanecer cuando llegué al tenue laberinto de ruinas donde reuniste la fuerza suficiente para atestarme un golpe mortal entre la cuarta y la quinta costilla del lado izquierdo, donde el óxido vibraba animando la venganza. El rosa y el dorado bailaban en el cielo una danza de vueltas y volteretas, de roces y caricias invisibles sin llegar a tocarse, destinados a no llegar a juntarse nunca, luz y el reflejo coloreado de esa misma luz, un espejismo de una compañía inexistente, luz y color separados y a la vez unidos por su propia esencia.
Estabas de rodillas y con el rostro dirigido al suelo, donde aún se entreveían los hilos rojizos de mi carne desgarrada. Caminé sin prisa hasta situarme frente a ti, decidida a desagraviarme con detenimiento, probablemente desmembrando tu cuerpo asesino a mordiscos voraces.
Dos movimientos certeros me bastaron para tenerte a mi merced, tu cuerpo de coloso no era rival para mi odio enardecido por la novedad de la vida. Un solo golpe más y podría entregarme al frenesí homicida. Y sin embargo, aflojé el lazo alrededor de tu cuerpo y me di la vuelta sin una palabra, perdonándote la vida como tú no habías hecho conmigo. Tal vez la muerte había ablandado mi espíritu guerrero, o tal vez había sido la vida recuperada la que me había inspirado la ternura del perdón.
Así como estaba, de espaldas a ti, sentí que había roto con un pasado polvoriento que ya no me pertenecía y que a partir de entonces podría dedicar mi nueva vida a caminar lejos de aquel pueblo maldito. Cuando ya podía sentir el aire renovado a mi alrededor, sonó la detonación. La fría garra de la muerte me arañó por la espalda, derribándome al instante. Mi segunda muerte fue patéticamente sorpresiva y rápida, cuando quise darme cuenta de tu absoluta impiedad, ya me había ido de allí y no podía sentir el peso de tu pierna apoyada en mi espalda.
La tercera vez que nací, fue ya para no volver a morir jamás.

domingo, 17 de marzo de 2013

Las palabras susurrantes me contaron que Tristán estaba muerto.


And thou art dead, as young and fair 
As aught of mortal birth; 
And form so soft, and charms so rare, 
Too soon return'd to Earth! 
Though Earth receiv'd them in her bed, 
And o'er the spot the crowd may tread 
In carelessness or mirth, 
There is an eye which could not brook 
A moment on that grave to look.


I will not ask where thou liest low, 
Nor gaze upon the spot; 
There flowers or weeds at will may grow, 
So I behold them not: 
It is enough for me to prove 
That what I lov'd, and long must love, 
Like common earth can rot; 
To me there needs no stone to tell, 
'T is Nothing that I lov'd so well.


Yet did I love thee to the last 
As fervently as thou, 
Who didst not change through all the past, 
And canst not alter now. 
The love where Death has set his seal, 
Nor age can chill, nor rival steal, 
Nor falsehood disavow: 
And, what were worse, thou canst not see 
Or wrong, or change, or fault in me.


The better days of life were ours; 
The worst can be but mine: 
The sun that cheers, the storm that lowers, 
Shall never more be thine. 
The silence of that dreamless sleep 
I envy now too much to weep; 
Nor need I to repine 
That all those charms have pass'd away, 
I might have watch'd through long decay.


The flower in ripen'd bloom unmatch'd 
Must fall the earliest prey; 
Though by no hand untimely snatch'd, 
The leaves must drop away: 
And yet it were a greater grief 
To watch it withering, leaf by leaf, 
Than see it pluck'd to-day; 
Since earthly eye but ill can bear 
To trace the change to foul from fair.


I know not if I could have borne 
To see thy beauties fade; 
The night that follow'd such a morn 
Had worn a deeper shade: 
Thy day without a cloud hath pass'd, 
And thou wert lovely to the last, 
Extinguish'd, not decay'd; 
As stars that shoot along the sky 
Shine brightest as they fall from high.


As once I wept, if I could weep, 
My tears might well be shed, 
To think I was not near to keep 
One vigil o'er thy bed; 
To gaze, how fondly! on thy face, 
To fold thee in a faint embrace, 
Uphold thy drooping head; 
And show that love, however vain, 
Nor thou nor I can feel again.


Yet how much less it were to gain, 
Though thou hast left me free, 
The loveliest things that still remain, 
Than thus remember thee! 
The all of thine that cannot die 
Through dark and dread Eternity 
Returns again to me, 
And more thy buried love endears 
Than aught except its living years. 

And Thou Art Dead, As Young and Fair, Lord Byron, first published in 1812.

Tesoro.

La misma calle que hace meses.
Pero con más gente.
Mejor.
Y distinto.

martes, 12 de marzo de 2013

No han quitado nuestra foto.

Aún sigue ahí, mirándome impertérrita.
Desgraciadamente incorruptible.
A la vista de todos.
Ocultando el secreto.
Nadie se ha dado cuenta de que no estoy donde debería.
Nadie se ha percatado del abrazo furtivo.
Aunque los sueños soleados de música vibrante no se ven, se intuyen.
Traicioneros como espinas.

No se me olvida

No se me olvida.
El aire caliente.
La luz de las farolas.
El brillo de la tela.
El temblor.
Las confesiones.
No.

jueves, 7 de marzo de 2013

Anocheció. Amaneció. Día primero de cuatrocientos doce días iguales.

Ay, Tristán, ¿no lo recuerdas? ¿No recuerdas que yo había predicho lo que ocurrió aquel día? ¿No recuerdas las palabras que me inspiraron los posos del té? Yo sí. Las tengo grabadas a fuego. Debí haberte llevado lejos en cuanto se reveló la profecía. Pero no lo hice. Ay, Tristán, me arrepentí cada segundo de los cuatrocientos doce días siguientes. El alba iluminará un pueblo de viudas. Me miraste inquisitivamente según lo decía y, avisado por tu instinto, me pediste más detalles. Pero las hierbas mojadas en el fondo de la taza no dijeron nada más. Puede ser cualquier cosa. 
Esa noche tenías que ir a la fragua a terminar un encargo del señor Costanegra, que necesitaba una nueva verja para su caserío y el herrero te había mandado hacer una cerradura bonita, consciente de que más que herrero eras un platero, que trabajabas con las manos con una precisión pasmosa y que podías hacer maravillas con cualquier resto de escoria. Por supuesto, el poderoso terrateniente nunca sabría quién era el responsable del preciosista resultado, el herrero no iba a revelar que su aprendiz le aventajaba notablemente.
Antes de marcharte, cuando ya había anochecido, me miraste largamente y caí en el precipicio color musgo de tus ojos. Estoy tranquilo porque tú no puedes quedar viuda, pero de todas formas, cuídate, volveré por la mañana. Te marchaste sin una palabra más, pero yo me quedé inquieta. ¿Qué habían querido decir tus palabras? Me habían molestado un poco las implicaciones de lo que habías dicho, era cierto, yo no estaba casada y, a la edad de veintidós años, era todo un fracaso. Que las vecinas hablasen me daba igual pero, ¿que lo hicieras tú? Además, desde que habías llegado a mi casa, se habían disparado los rumores, hasta el punto de que a los pocos días vino el sacerdote a exigir un matrimonio urgente para acabar con nuestra supuesta unión pecaminosa. Tuvimos que aclarar la situación, inventar un parentesco inexistente y decidir que a partir de entonces durmieras en el taller. Aunque tu encanto natural y la clara falta de tal unión pecaminosa hizo que el pueblo olvidara rápidamente el escándalo, yo no podía sacármelo de la cabeza. En cierto modo, la relación que nos unía y que nadie comprendía era precisamente la garantía de que jamás ningún hombre fuera a casarse conmigo. Yo viviría sola siempre y tú probablemente acabarías casándote con alguna de las muchas jóvenes que te seguían entre risas nerviosas por el mercado.
Me acosté acosada por estos pensamientos y me sumí en un sueño inquieto que presagiaba la desgracia.
El alboroto que se formó en el pueblo me despertó y rápidamente salí a la calle. Era aún de noche, aunque la madrugada estaba avanzada. Unos forasteros vestidos de militar y con el bigote engomado estaban pintando de azul los quicios de las puertas de cada casa. No, no de todas, de la mía pasaron de largo, ignorándome, como si yo no estuviese allí. Con ellos iba el alcalde, que daba las instrucciones de las puertas que debían marcar.
Yo me acerqué a un joven militar que apenas si tenía bigote y le pregunté qué ocurría. Esto es la guerra, señora, pero no se preocupe, su marido volverá para darle muchos hijos, esta es zona conservadora y vamos a aplastar a esos liberales hijos de puta. No me quedé a pedir más información ni a aclarar que no estaba casada, corrí hacia la fragua para llegar antes que el alcalde y llevarte a mi casa, que no estaba marcada y adonde nadie iría a buscar hombres para el frente.
Cuando llegué me encontré la puerta marcada y abierta; el taller estaba solitario y nadie vigilaba las brasas.
En la calle me enteré por otras mujeres en camisón de que se habían llevado a todos los hombres para escoger a los más aptos y prepararlos antes de llevárselos. Nadie sabía dónde estabais, así que nos fuimos a la carretera principal a esperar a que pasara la carreta que había llegado vacía y se iba a marchar llena, llevándose nuestro futuro.
Pasadas unas horas eternas, en las que nadie dijo nada ni se oyó un solo llanto, las ruedas del convoy comenzaron a crujir por la calzada. No necesité ni darme la vuelta para saber que habías sido seleccionado, lo sentí en el traqueteo de las ruedas, en el aire que movían, que olía a orégano y canela.
Os habían afeitado por completo el cuerpo como medida de higiene así que me costó un par de segundos localizarte. Deberías haberte visto, Tristán, incluso iluminado solo por la luz de la luna, tus facciones esculpidas refulgían de pura belleza. No tenías ni cejas, pero habían respetado tus pestañas negras y brillantes, que aletearon al reconocerme en la multitud.
Con tu pelo se habían llevado lo único que probaba que eras humano, me pareciste un coloso, una divinidad lejana y terrible. Me reí de los militares que vigilaban que no os escaparais, ¿cómo pretendían apresar a un dios con armas terrenas y llevarlo a una guerra de hombres? Supe que si quisieras podrías elevarte y huir del cruel destino que te esperaba, volar cual pájaro y regresar al Tártaro. Pero no lo hiciste, simplemente me miraste con una mirada en la que brillaba una severidad dirigida a todo el género humano. Tristán de la guerra. 
La carreta avanzó sin piedad con paso tortuoso y perdí tu mirada entre las decenas de miradas indefensas de nuestros hombres, que se iban para no volver. Cuando desaparecisteis en el horizonte, amaneció.
Y sí.
Se iluminó un pueblo de viudas.
Un pueblo de viudas en camisón, ojerosas, despeinadas y ateridas de frío.
El silencio de aquel día fue un silencio de muerte, un silencio que aún no he conseguido terminar de despegarme de la piel.