Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

domingo, 14 de septiembre de 2014

Fuego

Fuego.
Pronto todo sería solo eso.
Fuego.
Fuego y humo.
La plaza era perfectamente cuadrada, el arquitecto había puesto especial atención en las proporciones, deseaba crear un recinto armonioso y sereno en un intento, según las malas lenguas, de compensar su propia inestabilidad emocional, fruto de una tortuosa relación con una señora principal que, aunque soltera, solo quería que anocheciera en su cama, nunca que amaneciera. Cada piedra blanca y regular y cada losa negra y pulida se esforzaba por poner orden en aquel caos de sábanas de holanda y paredes cubiertas de tapices que se entrelazaban en los ardientes recuerdos del arquitecto, que era obligado cada madrugada a abandonar la casa de su amante por la puerta trasera. En el centro de la plaza no había ni fuente ni estatua—o eso creía el vulgo, las señoras de la alta sociedad conocían la verdad sobre la estatua hecha a la amante y oculta en el subsuelo, aunque nunca pudieron confirmar los rumores—, tan solo había una losa redonda blanca como las fachadas de los edificios que rompía con la monotonía del suelo negro y rectilíneo. Sin embargo, aquella pequeña licencia al caos del arquitecto no satisfizo a Sebastián, que no podía soportar la visión de tanta armonía.
Sebastián solo podía pensar en el fuego. Acariciar la imagen inventada de un torbellino de llamas que nunca llegaría a ver. Avanzó hasta el círculo del centro de la plaza completamente ignorante de la musa pétrea y despiadada que desde las profundidades clavaba la mirada en el cielo de cemento. El olor que le rodeaba y que habría alertado a cualquiera que se hubiese acercado a él se extendía más allá de su piel como un aura intensa y venenosa. Con los pies desnudos acariciando la negrura de la piedra, sacó del bolsillo de la cazadora de piel negra una cajetilla de tabaco de la que extrajo lentamente un solo cigarrillo. Su último cigarrillo. Lo colocó con parsimonia entre los labios y sonrió burlón a la perfección de la plaza, dispuesto a acabar con ella de una vez por todas. Cuando ya notaba en la piel del dedo la aspereza fría de la rueda del mechero, un toque en la espalda lo detuvo. Al darse la vuelta se encontró con una chica joven que le pedía que le hiciera una fotografía frente a una de las fachadas. El cigarro se le cayó de los labios ante la visión de semejante rostro. Una oscura herida le surcaba la cara desde la frente hasta la barbilla, pasando por el entrecejo y la mejilla izquierda, destrozando cualquier simetría o rastro de belleza.
Después de retratar a la chica y devolverle la cámara—y tras comprobar también que aquello que le había destrozado la cara se había llevado varios dientes por delante—, Sebastián huyó de la plaza, donde la perfección y la armonía habían muerto tras el paso de aquel rostro. Había guardado el tabaco y el encendedor, consciente de que su obra maestra había quedado huérfana de motivos. Al llegar a la orilla del río, se sumergió rápidamente, disfrutando del frío del agua cristalina que bajaba salvaje y desordenada. Abandonó la ropa en una roca y robó en un descuido una pastilla de jabón rugoso que alguna anciana había acercado al borde para lavar la ropa de cama. La abrasiva emulsión retiró el baño oleoso de gasolina y también la capa más externa de su piel, donde se habían pegado las obsesiones contra el orden y por el caos. Una vez hubo exfoliado cada resquicio de su anatomía, se sintió liviano y puro, liberado de su sed de fuego y preparado para volver a su tierra, donde había descubierto tiempo atrás el desorden en la gravedad reclamando a las mariposas, que apenas podían librarse de esa atracción fatal con su incansable aleteo.
Antes de partir, desnudo y joven de nuevo, encendió el cigarrillo y lo fumó con calma, sintiendo el equilibrio y la armonía del inmenso bosque de árboles aromáticos. Sebastián tiró la colilla, se puso la chaqueta de piel sobre la desnudez y huyó hacia delante, sin mirar atrás, libre del ansia de desorden y destrucción.
Pero aquel cigarro había sido concebido para lograr la destrucción, Sebastián lo había conjurado contra el orden, y ocurrió lo que estaba escrito que habría de ocurrir. Cuando ya se había alejado del bosque, sintió una sacudida violenta en el pecho, la fiera indomable que habitaba en él y que lo había empujado a rociarse con gasolina aquella mañana rugía de placer. A sus espaldas ardía la madera de los árboles que habían cobijado su curación. La vorágine de llamas se elevaba al cielo, queriendo incendiar las nubes.
Fuego.
Todo era eso.
Fuego.
Fuego y humo.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Rubén.

Rubén se hunde.
Rubén se entierra.
Se cubre de arena mojada y se agota.
Se va al fondo del mar y se deja llevar por las olas.
Ya no lucha por salir a flote.
Deja que el océano lo arrastre sin piedad como una caracola deslavada.
Y espera la muerte, si bien la teme.

Rubén no sale.
Rubén no ríe.
Escucha versos violentos y los recita.
Se esconde en la música y se queda en trance.
Ya nadie le avisa los sábados.
Pasa las tardes en casa frente a un libro, mirando la pared con la cara quieta.
Y espera un renacer que nunca llega.

Rubén no duerme.
Rubén no corre.
Se pasa las noches en blanco y luego, fundido a negro.
Su madre lo despierta y el sol está bajo.
Ya ni siquiera se quita el pijama.
Se ducha y se mete en la cama, para que el lecho sea el sepulcro.
Y espera otro invierno frío y oscuro.

Rubén se asfixia.
Rubén se ahoga.
No soporta más ver las mismas calles.
Sentarse de nuevo en el mismo pupitre.
Ya no recuerda la última vez que tuvo ilusión.
Los sueños se le llenan de quimeras-- de las que escupen fuego.
Y él se convierte en estatua de sal.