Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Lo aprendí de ti.

Lo aprendí de ti.
Luchar y callar.
Intentarlo y no decirlo.
Sufrir y ocultarlo.
Para fracasar en secreto.
Para vencer y sorprender. 
Y desarmar.
Creciste rápido, siempre me pregunto qué te hizo abandonar la infancia.
Yo he tenido que aprender. 
Y tú has sido quien me lo ha enseñado todo.
Pero yo no me he corrompido.
Por eso nunca seremos iguales.
Por eso tus labios están colmados de ceniza.
Por eso yo aún canto en los amaneceres.

M. Tulliver.

Primera etapa: SUPERADA


Han sido muchas cosas en estos tres meses.
Goliat.
Schwann y Schleiden
Schrödinger.
Úteros (o matrices, ya no me acuerdo).
ERE.
CAE.
Amigdalitis.
(Estas tres últimas a la vez).
El secreto se hacía a veces pesado como una losa. Pero lo he conseguido. De pie. Lo importante es no dejarse tumbar por nada.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Un día de noviembre, bajo las nubes traicioneras, Tristán se murió para volver a nacer.

Parece imposible que no recuerde exactamente qué día fue aquel día que habría de marcar, no solo mi vida, sino también mi existencia más allá de la muerte de mis tejidos, durante ese período en el que ya no eres nadie pero aún eres algo, hasta que vuelves a la tierra y ya no eres nadie ni nada. No recuerdo ni siquiera el mes, aunque por el color del cielo y el frío venenoso que me arañaba las piernas deduzco que fue en noviembre. Fue un miércoles, de eso sí que no hay duda.
Aquel día, que había empezado como otro cualquiera, terminó con un funeral silencioso entremezclado con los efluvios viscosos del nacimiento.
Cuando las campanas de la torre del reloj tocaron seis veces, llegaste a mi casa, Tristán, con el sudor pegajoso de la fragua congelado en las sienes por el frío. Definitivamente la carpintería te había tratado mejor de lo que lo estaba haciendo el oficio de herrero, pero la muerte de Lola había precipitado la huida del carpintero y sus otras siete hijas, que cargaron con el ataúd de su hermana hasta la nueva población donde se asentaron. Todas habrían de morir en los siguientes meses porque todas, como Lola, estaban bajo tu encanto, Tristán asesino. 
Estabas agotado, te dejaste caer pesadamente en el suelo junto a mí, que estaba esparciendo las cartas del Tarot. Me duele. Te acaricié la mejilla no como muestra de cariño, pues nunca me atrevería a tratarte con tan poco respeto, como si para mí solo significases lo que significabas para las otras muchachas del pueblo que reían alborotadamente a tu paso. No era eso, estaba comprobando si tenías fiebre. Y la tenías.
Tristán, tienes que bañarte en el río o el calor te freirá los sesos. Pero tú te limitaste a gemir y cerrar los ojos pesadamente. Resolví cargarte yo misma hasta el río, pero, pese a tu aspecto atlético, tu cuerpo era pesado como el de un arado y no logré moverte ni un milímetro. Además, el calor de metal fundido que desprendías te había adherido al frío piso de piedra.
Salí al frío traidor con una vasija y la llené del cristal helado que bajaba de la montaña. Repetí la operación varias veces, cada vez vaciaba el contenido que cargaba en una tina grande que se había usado en los tiempos en que mi padre vivía para pisar la uva. Cuando la tina estuvo llena, te empapé con agua fría hasta que te despegaste del suelo y logré transportarte hasta el interior del enorme recipiente que aún olía a alcohol. Atravesaste la superficie con un ruido de cascabeles, el frío era tal que ya se había congelado. La pesada ropa de abrigo te empujaba hacia el fondo, así que te deshice de ella como un autómata, sin ser realmente consciente de lo que hacía.
En cuanto tu espléndida desnudez bronceada entró en contacto con el líquido cercano a la congelación, se evaporó de golpe con un sonido de exhalación, el agua te arrebató el calor que te enfermaba formando una nube blanca sobre la bañera improvisada.
Te dejé desnudo en la tina vacía y volví al río con el cántaro para remojarte de nuevo. Tras varias idas y venidas, logré que flotaras en el agua fría pacíficamente, ya libre de la fiebre que atacaba a los nuevos herreros.
Tu imponente cuerpo moreno me maravilló, no había visto nada tan hermoso en la vida, nada tan perfecto ni tan natural.
Flotaste en el agua mucho rato, mientras yo seguía sentada en el suelo echando las descoloridas cartas del Tarot con las que me ganaba la vida. En un momento indefinido te oí chapotear a mi espalda y supe que te habías despertado, pero no me moví, seguí barajando y repartiendo.
Te acercaste sigilosamente y te sentaste a mi lado sencillamente. Yo no te miré.
¿De quién es el futuro que estás leyendo ahora?
Es el de las hijas del carpintero.
Siete veces salió la muerte con su guadaña y una vez salió el loco.
Las siete morirán por el mismo hombre que mató a Lola, una cada luna llena y todas con los ojos abiertos.
Recogí de nuevo las cartas y las mezclé. Me pediste que te leyera el futuro a ti. Te indiqué que te pusieses enfrente de mí y pude comprobar lo que ya sospechaba, que seguías sin ropa mostrando ese físico insultantemente proporcionado.
Cerré los ojos y describí los movimientos que había aprendido de niña y que tantas veces repetía al día. Mis manos se movían seguras y rápidas y las cartas se deslizaban entre mis dedos sin dificultad. Pero no logré sacar ni una sola carta del mazo. Cada vez que me disponía a hacerlo, las cartas se rebelaban y exigían volver a ser barajadas. Tras varias intentonas, abrí los ojos.
Lo suponía. Intenta leerme el pasado.
Era una petición insólita, pero lo hice. Realicé los mismo movimientos de siempre, pero a la inversa: empecé  con las cartas boca arriba sobre el suelo y terminé con ellas apiladas boca abajo en la mano. Entonces di la vuelta al mazo y comencé la lectura con esa carta.
Se comenzó a dibujar ante mis ojos una oscura historia con el Tártaro como telón de fondo, una historia de traiciones, maldiciones y profecías que eran las que me impedían ver tu futuro, Tristán, que había sido vendido como una mercancía de segunda mano. Entré en una especie de trance, murmuraba las cartas que iban saliendo y luego iba hilvanando lo que cada una sugería. Terminé la lectura el día de tu nacimiento, cubierto de sangre que no era ni tuya ni de tu madre y ahogado en los fluidos amnióticos.
Recogí las cartas y te miré.
Ahora ya sabes quién soy.
Lo dijiste con una dureza que me dolió y me llenó los ojos de lágrimas. Aunque ahora supiera tu pasado, no era capaz de comprenderlo, aquellas medias palabras susurradas por las cartas solo tenían sentido para ti. Vi que te odiabas por aquello que las cartas acababan de contar. Y entonces me odié a mí misma por haber desnudado así tu alma además de tu cuerpo.
Entenderé que no quieras tenerme bajo tu techo.
Apreté los dientes y me acerqué a ti. Te abracé con fuerza y te dije que te perdonaba todo lo que hubieses hecho, que aquello formaba parte del pasado. Tú ni te incomodaste por mi cercanía a tu cuerpo desnudo ni respondiste a mi desesperado abrazo.
Mi nacimiento me marcó para siempre. 
Te arañé la espalda de pura rabia y grité que no, que no, Tristán, que no te dejaría marchar ni quedarte con ese peso.
Entonces, llorosa y mocosa como estaba me aparté de ti, que, como una estatua, habías permanecido impasible, y arrojé las cartas a la lumbre. Las llamas se colorearon y ardieron con fuerza mientras convertían en ceniza mi medio de vida.
Se acabó. Tu pasado ha muerto. Y ahora morirás tú. Te reduciré a cenizas y te haré renacer.
Por primera vez desde que nos conocíamos (incluyendo esos veintidós años entre que te vi al nacer y que llegaste a mi casa a beber leche con miel) era yo quien te sorprendía a ti, y tú quien miraba asombrado y se dejaba llevar. 
Te hice levantar y te apoyé contra la pared. Metí las manos en el fuego y aplasté las brasas con los dedos, perdiendo para siempre buena parte de la sensibilidad, luego te dibujé una diana sobre el corazón con el polvo incandescente. Apoyaste la cabeza en mi hombro y hundiste la cara en mi melena caoba.
Un segundo después, moriste, Tristán. Todo tu peso de coloso cayó inerte sobre mí. Las rodillas me cedieron y nos desplomamos sobre el suelo aparatosamente.
Pasé el resto de la noche tendida en el suelo con tu cabeza, que pesaba como solo pesan los muertos, apoyada en mi vientre. Velé tu muerte con cánticos y elegías secretas.
Cuando cantó el primer gallo, dejaste de ser nervudo y rígido y te hiciste acuoso y tierno como un recién nacido. Naciste en mis brazos como nacen todas las crías, desnudo y llorando con el corazón aleteando como un colibrí.
Soy libre.
Eras libre y estabas atado a mí por siempre, como lo había estado yo a ti desde que nací, desde que al abrir los ojos te entreví entre el velo turbio de las primeras luces. Tú y yo, Tristán, a partir de entonces solo fuimos tú y yo.

viernes, 23 de noviembre de 2012

La boca le sabía a humo.

Y a noche. Y a madurez. Y a ojos azules, también.
Tenía nombre de emperador.

¿Cómo se llama?

Las paredes de la casa estaban empapadas de la misma pregunta, repetida una y otra vez en noches de desvelo. ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama?
Pero no había respuesta, nunca la hubo, así que las ventanas estaban abiertas y el aire seco entraba libremente.
¿Quién es?
Las cortinas se revolvían y crujían almidonadas. Tampoco había respuesta para esta pregunta.
El suelo de madera se abombaba por el paso del tiempo, el techo estaba desconchado.
Sueños de textura granular.
Musgo.
Peces.
Rojo.
Sonrisa.
Latidos.
Humo.
Iniciación.

Parece que no, pero ella cuenta los días.

Y los cuenta mejor que ellos. Cada uno es un grito que le hiere la espalda.

lunes, 5 de noviembre de 2012

"Tú habrías sido la primera en morir"

Sé que lo has dicho sinceramente, que no tenías mala intención, pero me has roto un poquito el corazón, porque tienes razón. 
Ya es casualidad que hayas tenido que expresar ese pensamiento que me atormenta desde la noche de Todos los Santos justamente hoy, que es cinco de noviembre. Es macabramente irónico.
Aún me duele pensarlo, pero escribirlo me ayuda a conjurarlo.
I would have been the first to die, but I happened to be somewhere death was not to visit that night.

domingo, 4 de noviembre de 2012

La moda es vanidad

Querido Francesco:
Ahora, en la serenidad del blanco de la lluvia débil, pienso desapasionadamente en la injusticia inherente de la vida. Se han vertido ríos de tinta, se han escrito kilómetros de renglones y millones de pliegos, se han llorado infinitos duelos y se han gritado innumerables elegías sobre este tema, lo sé, pero no deja de fascinarme.
Me doy cuenta de que todos estamos aquí por obligación y todos consideramos que no hemos tenido suerte y que no merecemos lo que nos ocurre. Todos tenemos nuestros vicios y virtudes.
Estamos perdidos, pero solo la noche y la tragedia lejana y desconocida parecen mostrarlo. Aquella noche negra de difuntos en la que se apagaron los ojos de quienes solo eran culpables de no ser lo suficientemente fuertes, nos vi a todos perdidos.
Vi las frustraciones, los deseos insatisfechos, la amargura de la pérdida, la autodestrucción de quien se odia por haber fracasado, las ruinas, la necesidad desesperada, la inseguridad y el miedo con la claridad que solo da observar a quienes conoces despojados de su aspecto habitual. El disfraz elimina lo accesorio y deja lo esencial al descubierto.
No fue un baile de disfraces, fue un baile de desnudos. Y, como ocurre siempre que nos quitamos la ropa y mostramos nuestros cuerpos, nos dimos cuenta de que somos todos iguales. Aunque en este caso la desnudez fuese el disfraz.
No solo vi las miserias de los demás, también pude ver las mías con claridad. Descubrí que sí, que lo de la noche de la vanidad fue un error, que no debí haberme dejado llevar de esa manera tan irreflexiva, pero que a la vez fue ese error el que me permitió darme cuenta de que no he perdido el norte, de que sigo siendo yo, la de siempre. Darme cuenta de mi error me confirmó que estoy en el camino adecuado y por eso esa noche de desnudos pude acostarme sintiéndome orgullosa de mí misma. Yo no le soy fiel a ningún principio moral externo, yo solo me soy fiel a mí misma. Y esa noche me demostré que no me he traicionado.
El invierno va a ser riguroso. El mundo parece precipitarse al abismo paso a paso mientras en nuestro microclima cotidiano también tomamos decisiones difíciles. Cada movimiento, cada desvío, cada duda, cada avance ambicioso, cada retroceso despistado durante este invierno marcarán nuestro futuro. Pero no debemos renunciar a vivir. Deberemos demostrar que somos fuertes y algún día podremos decir que nos curtimos en años duros y que si hemos llegado a donde hemos llegado ha sido solo gracias a nosotros mismos, que somos hijos de tiempos oscuros.
Debemos abandonar lo superfluo y lo que sabemos que nos hace mal, lo que no son más que juegos de niños, lo que nos rebaja frente a otros, aquello en lo que tenemos que rendir tributos en carne y en sangre. Solo así lograremos levantarnos fuertes, individuales, reforzados por la adversidad, con la piel áspera pero con los ojos brillantes. Tenemos que ir a lo esencial y abandonar la tentación de la apariencia y lo superficial, los tiempos duros acaban con todo lo que carece de fondo.
No pierdas la esperanza, Francesco, lo lograremos, estoy segura de ello.
Siempre tuya,

Farfalla.

domingo, 28 de octubre de 2012

Tormenta en el Tártaro

Recuerdo el día en que llegaste como si hubiese sido ayer. El cielo se puso sepia y el río se paró solo por el placer de contradecir a Heráclito; anocheció antes de tiempo y la gente se refugió en sus casas al calor de la gloria. El frío circulaba por las polvorientas calles de piedra en un silencio cortante que arañaba las ventanas de las casas y se colaba por los quicios de las puertas. Yo estaba calentando leche con miel en una olla de barro cuando el fuego se apagó y oí los golpes en la puerta. Toc, toc, toc. ¿Quién es? No contestaste, simplemente pasaste al calor empujándome. No tuve miedo ni un instante. Te miré de arriba a abajo y supe que ya te había visto antes, cuando mis ojos estaban aún cubiertos de líquido viscoso; antes de tener conciencia de mí misma, supe quién eras tú.
Llevabas un poncho de viaje raído y sin color, de aspecto miserable y sucio, pero aún así te envolvía un aura regia y solemne. Jamás había visto a una persona tan triste como tú, con tus ojos como dos esmeraldas refulgentes, tus pómulos afilados y la barba de varios días. Cuando abriste la boca para hablar, me enseñaste la dentadura más blanca que se había visto en el valle. Tristán del Tártaro, señorita, a sus pies.
Te ofrecí la leche con miel fría, pero cuando llegué a la cocina el contenido de la olla estaba hirviendo como si llevase un rato sobre el fuego que ya se había extinguido, así que pude servir dos tazones humeantes.
Nos sentamos junto al fuego sin hablar, bebiendo a sorbitos pequeños la leche con miel y mordisqueando unas tortas de trigo. Fue entonces cuando capturé por primera vez tu imagen como habría de hacerlo tantas otras veces en el futuro, me dejé penetrar por los efluvios que emanabas y te quedaste tatuado en mi retina así como estabas, absorto mirando al fuego y exhalando vaho como si nunca fueses a entrar en calor: Tristán Triste.
¿No me va a hacer ninguna pregunta, señorita? Tu voz me envolvió por completo, era grave y profunda, te nacía desde lo más íntimo del pecho, donde se escondían tus secretos.
Estoy esperando a que me preguntes mi nombre. De alguna manera inexplicable sabía que ya lo sabías, al igual que yo ya sabía el tuyo antes de que me lo dijeras, pero también sabía que hasta que no te lo dijera, no lo recordarías, como no había recordado yo el tuyo hasta que lo habías dicho.
Pero no me preguntaste cómo me llamaba ni tampoco dijiste nada más.
Acabada la cena, apagué las velas y te ofrecí el pobre lecho que se desmoronaba miserablemente en un rincón.
Cuando te dije, querido Tristán, que ibas a pasar frío, sonreíste enigmáticamente por primera vez. Más frío hace en el Tártaro.
Aquella fue la primera de tantas sonrisas que habías de dedicarme a partir de entonces, también fue la primera vez que me hablaste a mí directamente, despojando a tus palabras de la fría cortesía del tratamiento de señorita.
Y tú, Tristán, ¿recuerdas cuando al día siguiente de conocernos, muy de madrugada, me pediste ayuda para afeitarte y te corté en la mejilla? Yo sí, especialmente recuerdo el color vibrante de la sangre que te arranqué, viva y joven como ninguna, pero paradójicamente gobernada por un velo de muerte que me sobrecogió profundamente. Cogí la gota roja en un dedo y la observé al trasluz, maravillada por los intrincados arabescos que bailaban en ella. Luego el rojo se sublimó y la gota pasó a ser transparente como el cristal. Entonces te vi a través de la gota de tu propia sangre con una perspectiva gloriosa que me permitió admirar tu rostro afeitado, en el que los ojos habían cobrado un mayor protagonismo. Ay, Tristán, fue en ese preciso segundo cuando me di cuenta de que el carpintero del pueblo te admitiría como aprendiz esa misma mañana, que su hija Lola se enamoraría de ti, que tú, ajeno a sus sentimientos, la rechazarías con tu indiferencia, y que ella se moriría de amor en la trastienda con los ojos abiertos. 
Pero esa habría de ser solo la primera de las desgracias que tu presencia en el pueblo acarrearía. La segunda fue anterior en el tiempo a la muerte de la chica, pero no a su enamoramiento, y por tanto no puede ser considerada la primera. Esta segunda desgracia ocurrió según salías por la puerta del taller ya contratado, apenas me alcanzaste bajaste los ojos y susurraste algo casi inaudible. Un instante después, pasó frente a nosotros una vecina visiblemente embarazada que nos sonrió con la alegría de quien espera un hijo. La mujer dio dos pasos y gritó. Por las piernas morenas se le enroscaban serpientes color rubí que se escapaban de su vientre, donde el niño había dejado de moverse para siempre.
Aquí todo se vuelve borroso, creo recordar que me tapaste la boca para acallar mis gritos y me arrastraste lejos de la escena de la mujer llorando y el médico certificando lo obvio. Yo sabía que lo que habías murmurado había sido una suerte de conjuro asesino. Has sido tú, lo he oído, lo has matado tú. Gritaba y me rebelaba contra ti, que me intentabas inmovilizar; estaba claro para mí, lo que habías dicho era lo que había causado el aborto. Me llevaste hasta la linde del pueblo, me empotraste contra un muro de piedra y me agarraste del cuello de la camisa con violencia. Escúchame bien, yo no he sido, ese niño ya estaba muerto, ¿me oyes? Yo no he hecho nada. 
Y yo te creí. Vi la sinceridad en tu mirada y dejé de luchar y tener miedo; me abandoné y quedé colgando como un pelele. La realidad se oscureció como aquella vez que fui a vendimiar sin haber desayunado y solo pude murmurar: ¿Por qué estas mojado, Tristán? Era cierto, estabas empapado como si llevases un rato bajo la lluvia. Recuerdo lo que me susurraste al oído: Porque hay tormenta en el Tártaro.

sábado, 6 de octubre de 2012

Flip a coin


Ten. Nine. Eight. Seven. Six. Five. Four. Three. Two. One.
Flip a coin.
Heads. You win.
Tails. You lose.
Luck is a dodgy tart.
To be made redundant, what a civilized way to call such an uncivilized situation. 

sábado, 29 de septiembre de 2012

The Vaccines

I can barely look at you, 

Don't tell me who you lost it to.

Didn't we say we had a deal?

Didn't I say how bad I feel?

Everyone needs a helping hand;

Who said I would not understand?

Someone up the social scale

for when you're going off the rails, have

Post break-up sexthat helps you forget your ex.

What did you expect from post break up sex?

Leave it 'til the guilt consumes

I found you in the nearest room

All our friends were unaware

Most had just passed out downstairs.

To think I'd hoped you'd be okay,

Now I can't think of what to say,

Maybe I misunderstood,

But I can't believe you're feeling good, from

Post break-up sexthat helps you forget your ex,

What did you expect from post break up sex?



The Vaccines, Post Break-up Sex

Tavira

Tenía las yemas de los dedos arrugadas después de varias horas lavando sábanas en el río Gilao. Estaba arrodillada en las escaleras de la puerta trasera de la casa, que daban directamente al río cuando el caudal era suficiente, si no, bajo las escaleras se formaba un peligroso precipicio de varios metros. Las sábanas formaban siluetas ondulantes en el agua cristalina y los peces se paseaban entre ellas como si quisieran jugar. Las sábanas eran de holanda, con puntillas color crema y bordados de motivos vegetales.
Las manos de ella se habían blanqueado de tanto lavar con tosco jabón y de tanto frotar contra los escalones, cuyos azulejos antaño azules estaban visiblemente erosionados. Blancas sus manos, blancos los azulejos.
Cuando hubo terminado, colocó todas las sábanas escurridas en un cesto de mimbre mientras su imaginación volaba hacia canastillas y pañales perfumados, cargó el bulto apoyándolo en la cadera y se incorporó. Se mareó levemente por el movimiento brusco y extendió el brazo que tenía libre instintivamente, en busca de un saliente del que agarrarse. Con la vista nublada y desequilibrada por el mareo como estaba no acertó a sostenerse en ningún sitio y la gravedad la atrajo hacia sí, directamente al Gilao, que estaba en calma. Sin embargo, pese al vértigo que sintió en el pecho y que le indicaba que caía, no cayó en las templadas aguas del río de Tavira, un brazo fuerte la había sujetado por la cintura.
Cerró los ojos con fuerza y, al abrirlos, las nubes negras se disiparon y volvió a ver. Se encontró frente a frente con el señor de la casa, el señor Da Costa. La impresión fue tan fuerte que aflojó la presa alrededor del cesto, que se precipitó al río. Ninguno de los dos se preocupó de la ropa.
- Obrigada
Él la soltó y ella se apartó, abriendo los ojos como platos y visiblemente asustada.
Él la escrutaba con intensidad, intentando obtener la verdad directamente de los ojos negros de la sirvienta, como hacía siempre que creía que ella no lo veía. Y, también como siempre que se daba cuenta, ella apartó la mirada.
La sirvienta se dio la vuelta en un claro amago de marcharse lejos de su señor y su perturbadora presencia.
- Maria.
Ella se volvió y se enfrentó a los ojos del terrateniente, de un profundo color verde parecido al del fondo de un estanque. Una racha de viento proveniente del sur los envolvió, disparando los rizos de Maria hacia atrás, así como la falda de su vestido, que ondeó hacia el norte. La verdad se liberó. La sospecha se transformó en certeza y las fantasías macabras en crimen pasional.
Maria nunca dejaría de ver ese verde profundo y musgoso de los ojos de su señor, que se convirtió en una visión estática y eterna.
El señor Da Costa corrió a la iglesia la mañana siguiente al encuentro con Maria y obtuvo el perdón de la jerarquía donando una importante suma como penitencia por lo confesado al sacerdote, pero no obtuvo el perdón de Dios, que, con ojos llorosos, le dio la espalda.
Los vecinos del pueblo organizaron partidas de búsqueda ante la desaparición de la joven, pero nadie volvió saber de ella.
¿Dónde estaba Maria?
Maria había ido a buscar las sábanas de holanda, y dormía envuelta en ellas con los ojos abiertos fijos en el verde musgoso del lecho del Gilao, que ocultaba el doble crimen. 
La muerte fue la cuna del heredero del señor Da Costa, que durmió dentro de su madre sin llegar a ver la luz.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Una batalla en la que la posible victoria amargó la derrota.


William era una estrella que brillaba con la luz de la divinidad, un dios en quien creía de una manera casi blasfema.
Una idealización.
Un modelo que seguir.
Un imposible al que aspirar.
Una batalla perdida de antemano que no despertaba ningún tipo de esperanza que se pudiese ver frustrada después.
Y un día, llegó el eclipse.
Dios murió, como dijo Nietzsche, o mejor, se apagó.
Busqué el planeta que lo había ocultado.
El océano que había consumido el incendio portentoso de la deidad.
El terremoto que lo había ocultado bajo tierra.
La explosión que lo había hecho estallar en mil pedazos.
La materia oscura que lo había cubierto con su manto.
El demonio que lo había derrotado.
Pero no encontré nada de esto.
¿Cómo había podido desaparecer así, sin más?
Una piedra golpeó el suelo yermo y cuarteado. Rebotó una y otra vez hasta llegar a mis pies.
La piedra era la asesina, la que había apagado mi astro, pensé.
Pero me equivocaba.
Apareció un ser, el ser que había lanzado la piedra. El asesino.
No era un dios, un demonio, una fuerza natural, una materia desconocida. Era un hombre.
No mentiré, fui como los fariseos, esperaba una encarnación de un ente superior y encontré un simple igual, como les ocurrió a ellos, que esperaban un Mesías y les llegó un niño.
Un simple hombre.
¿Cómo había acabado con William?
Nunca lo supe, ni lo sé ni lo sabré. Ya no sé ni por qué idolatraba a William. Ya no es un dios. Ya no es nada.
Fue un asesinato total. No quedó ni un rastro de sangre. Nada que enterrar. Ni siquiera el recuerdo.
Y todo por un David que mató a Goliat.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Apolo

El día 5 de junio de 1832 murió un ángel. Ocho tiros le agujerearon el pecho, pero solo uno lo mató, y éste no salió de ninguno de los fusiles de los guardias que disparaban.
La bala que mató a Enjolras fue la que vomitó París aquel fatídico día, que con su indiferencia y su abandono condenó a las barricadas como si 1789 hubiese sido un mal sueño. El París revolucionario de otro tiempo estaba cansado de insurrecciones e inestabilidad y prefirió dejar masacrar a un puñado de estudiantes a perder la poca tranquilidad que tenía. Irónicamente, a Enjolras, que en el ardor de la batalla confesó que a la única mujer a la que había amado había sido Francia, lo mató su patria con una bala traicionera que le atravesó el corazón.
Uno de los guardias reunidos en el Corinto alrededor de Enjolras y Grantaire, los dos únicos insurrectos que quedaban vivos en la barricada, se negó a disparar: "Paréceme que voy a fusilar a una flor". Otro declaró en el juicio posterior que había visto a Apolo. Y es que Enjolras, en medio del fuego cruzado, con el pecho níveo desnudo y los ojos desafiantes, no parecía temer a la muerte, y solo los dioses son capaces de tal hazaña.
Los disparos respetaron su blanca piel durante toda la contienda, ni un solo fragmento de metralla se atrevió a arañar su rostro hercúleo cincelado en mármol. Pero la batalla llegó a su fin y tuvo que ver a todos los amigos del ABC inertes en el suelo, formando una masa de cuerpos ensangrentados en los que el sudor se ha quedado frío y las miradas se han cristalizado. Eso fue lo que rompió el hechizo, se vio traicionado por su patria, que no había dudado en dejar caer a sus jóvenes, y se abandonó a la muerte.
Sin embargo, este abandono no fue completo, la muerte se lo llevó, sí, pero no pudo tumbarlo: Enjolras murió de pie. En su cuerpo abandonado ya por el alma solo las luces arreboladas que habían sembrado las balas delataban la victoria de la muerte, su pose era la de alguien que se ha recostado en la pared a descansar, su rostro, el de un héroe que duerme en calma tras haber ganado una batalla.
Enjolras ne s'abaissait jamais, même s'il était un des amis des ABC. 

lunes, 3 de septiembre de 2012

He.


It was January. It was freezing cold. We had been queuing for hours.
The doors opened.
The crowd went crazy.
And there I was, in the front row.
And there he was, on the stage.
Can you fall in love at first sight? Can you love someone you don't know? No. There's no love for us, Alex, but still we have obsession, don't we?