Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

domingo, 28 de octubre de 2012

Tormenta en el Tártaro

Recuerdo el día en que llegaste como si hubiese sido ayer. El cielo se puso sepia y el río se paró solo por el placer de contradecir a Heráclito; anocheció antes de tiempo y la gente se refugió en sus casas al calor de la gloria. El frío circulaba por las polvorientas calles de piedra en un silencio cortante que arañaba las ventanas de las casas y se colaba por los quicios de las puertas. Yo estaba calentando leche con miel en una olla de barro cuando el fuego se apagó y oí los golpes en la puerta. Toc, toc, toc. ¿Quién es? No contestaste, simplemente pasaste al calor empujándome. No tuve miedo ni un instante. Te miré de arriba a abajo y supe que ya te había visto antes, cuando mis ojos estaban aún cubiertos de líquido viscoso; antes de tener conciencia de mí misma, supe quién eras tú.
Llevabas un poncho de viaje raído y sin color, de aspecto miserable y sucio, pero aún así te envolvía un aura regia y solemne. Jamás había visto a una persona tan triste como tú, con tus ojos como dos esmeraldas refulgentes, tus pómulos afilados y la barba de varios días. Cuando abriste la boca para hablar, me enseñaste la dentadura más blanca que se había visto en el valle. Tristán del Tártaro, señorita, a sus pies.
Te ofrecí la leche con miel fría, pero cuando llegué a la cocina el contenido de la olla estaba hirviendo como si llevase un rato sobre el fuego que ya se había extinguido, así que pude servir dos tazones humeantes.
Nos sentamos junto al fuego sin hablar, bebiendo a sorbitos pequeños la leche con miel y mordisqueando unas tortas de trigo. Fue entonces cuando capturé por primera vez tu imagen como habría de hacerlo tantas otras veces en el futuro, me dejé penetrar por los efluvios que emanabas y te quedaste tatuado en mi retina así como estabas, absorto mirando al fuego y exhalando vaho como si nunca fueses a entrar en calor: Tristán Triste.
¿No me va a hacer ninguna pregunta, señorita? Tu voz me envolvió por completo, era grave y profunda, te nacía desde lo más íntimo del pecho, donde se escondían tus secretos.
Estoy esperando a que me preguntes mi nombre. De alguna manera inexplicable sabía que ya lo sabías, al igual que yo ya sabía el tuyo antes de que me lo dijeras, pero también sabía que hasta que no te lo dijera, no lo recordarías, como no había recordado yo el tuyo hasta que lo habías dicho.
Pero no me preguntaste cómo me llamaba ni tampoco dijiste nada más.
Acabada la cena, apagué las velas y te ofrecí el pobre lecho que se desmoronaba miserablemente en un rincón.
Cuando te dije, querido Tristán, que ibas a pasar frío, sonreíste enigmáticamente por primera vez. Más frío hace en el Tártaro.
Aquella fue la primera de tantas sonrisas que habías de dedicarme a partir de entonces, también fue la primera vez que me hablaste a mí directamente, despojando a tus palabras de la fría cortesía del tratamiento de señorita.
Y tú, Tristán, ¿recuerdas cuando al día siguiente de conocernos, muy de madrugada, me pediste ayuda para afeitarte y te corté en la mejilla? Yo sí, especialmente recuerdo el color vibrante de la sangre que te arranqué, viva y joven como ninguna, pero paradójicamente gobernada por un velo de muerte que me sobrecogió profundamente. Cogí la gota roja en un dedo y la observé al trasluz, maravillada por los intrincados arabescos que bailaban en ella. Luego el rojo se sublimó y la gota pasó a ser transparente como el cristal. Entonces te vi a través de la gota de tu propia sangre con una perspectiva gloriosa que me permitió admirar tu rostro afeitado, en el que los ojos habían cobrado un mayor protagonismo. Ay, Tristán, fue en ese preciso segundo cuando me di cuenta de que el carpintero del pueblo te admitiría como aprendiz esa misma mañana, que su hija Lola se enamoraría de ti, que tú, ajeno a sus sentimientos, la rechazarías con tu indiferencia, y que ella se moriría de amor en la trastienda con los ojos abiertos. 
Pero esa habría de ser solo la primera de las desgracias que tu presencia en el pueblo acarrearía. La segunda fue anterior en el tiempo a la muerte de la chica, pero no a su enamoramiento, y por tanto no puede ser considerada la primera. Esta segunda desgracia ocurrió según salías por la puerta del taller ya contratado, apenas me alcanzaste bajaste los ojos y susurraste algo casi inaudible. Un instante después, pasó frente a nosotros una vecina visiblemente embarazada que nos sonrió con la alegría de quien espera un hijo. La mujer dio dos pasos y gritó. Por las piernas morenas se le enroscaban serpientes color rubí que se escapaban de su vientre, donde el niño había dejado de moverse para siempre.
Aquí todo se vuelve borroso, creo recordar que me tapaste la boca para acallar mis gritos y me arrastraste lejos de la escena de la mujer llorando y el médico certificando lo obvio. Yo sabía que lo que habías murmurado había sido una suerte de conjuro asesino. Has sido tú, lo he oído, lo has matado tú. Gritaba y me rebelaba contra ti, que me intentabas inmovilizar; estaba claro para mí, lo que habías dicho era lo que había causado el aborto. Me llevaste hasta la linde del pueblo, me empotraste contra un muro de piedra y me agarraste del cuello de la camisa con violencia. Escúchame bien, yo no he sido, ese niño ya estaba muerto, ¿me oyes? Yo no he hecho nada. 
Y yo te creí. Vi la sinceridad en tu mirada y dejé de luchar y tener miedo; me abandoné y quedé colgando como un pelele. La realidad se oscureció como aquella vez que fui a vendimiar sin haber desayunado y solo pude murmurar: ¿Por qué estas mojado, Tristán? Era cierto, estabas empapado como si llevases un rato bajo la lluvia. Recuerdo lo que me susurraste al oído: Porque hay tormenta en el Tártaro.

1 comentario:

  1. Hacía tiempo que no leía algo tan mágico y bonito. Increíble... Tu manera de narrar me parece original, es un don.

    Miau :)

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