Después de meses de noches vacías y amaneceres insípidos, un día dieciocho de diciembre te me apareciste en sueños, Tristán; por primera vez en tres años pude contemplar de nuevo tu rostro. He de confesar que tardé un segundo en reconocerte: la guerra, además de dejarte tres cicatrices en la espalda, había pasado sobre ti como un baño corrosivo que te había arrancado el moreno de la piel y el pigmento de los ojos y el pelo. Tristán albino.
Tu magnetismo me atrajo a ti sin necesidad de que moviera un solo músculo, simplemente floté hasta poder reposar las palmas de las manos en tus mejillas cinceladas en alabastro-- tu rostro otrora velludo tenía ahora un tacto de satén. Separaste los labios y empezaste a hablar una lengua desconocida y sibilante que se escapaba parcialmente entre tus incisivos, entre los que ahora había un pequeño espacio que te daba un aspecto aniñado. Tristán extranjero.
Me aparté de ti con temor, estaba tan segura de que tú eras tú a pesar de todos los cambios como de que me habías olvidado por completo a pesar de no haber cambiado en absoluto en tres años. Intenté hablar, pero en cuanto la primera palabra que dije se quedó flotando en el escaso espacio entre los dos, supe que había roto el hechizo. Te desembarazaste de mí de un solo movimiento y entonces el brillo dorado de tu mano izquierda me llamó la atención. Una simple banda de oro encerraba el contorno de tu dedo anular. Tristán casado.
Se me abrió un abismo en el pecho por el que empezaron a brotar sangre, linfa y hebras de plata. La vida se me iba y me precipité al suelo. Oí cómo cargabas el fusil y casi te estuve agradecida por acabar con mi suplicio. Disparaste sin dudar y, una vez estuve muerta, pusiste el pie derecho sobre mi espalda. Tristán colérico.
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