Look what it's done to your friends, their memories are pretend and the last thing that they want is for the feeling to end.

lunes, 18 de marzo de 2013

Renacer.


Recuerdo a la perfección aquel seco momento en que renací. Mi segundo nacimiento fue tan distinto al primero que dudé de su autenticidad y pensé que tal vez no era más que una ilusión de la muerte, que quería reírse de mí. Pero al punto me di cuenta de que aquel violento primer latido de mi corazón agarrotado solo podía significar una cosa: volvía a estar viva. Y no solo volvía a vivir, sino que seguía siendo yo: aquellos miles de metros de venas y arterias que volvían a sentir el fluir de la sangre eran los mismos que asistieron asombrados a mi prematura muerte, tras la cual el plasma encarnado se coaguló, cegando las tuberías que alimentaban mis tejidos.
Si mi primer nacimiento, aquel en el que mi madre me dio la vida, fue húmedo y viscoso, este renacer solitario fue absolutamente antitético, fue seco y acartonado, de forma que se pareció mucho al estado de la muerte, si bien no al acto en sí de morir, que sorprendentemente se había parecido mucho a mis primeros instantes ahogada en los fluidos amnióticos, cuando no era más que un ser acuoso y ciego que luchaba por respirar.
Tras los primeros latidos, que fueron lentos y sentenciosos como las doce campanadas de un reloj a medianoche en una casa vacía, mi corazón comenzó a bombear sangre con rapidez, ansioso por enviar vida a cada rincón de mi cuerpo, que había sido respetado por los gusanos y la tierra.
Me dolió el aire en el pecho, los pulmones amenazaron con desgarrarse tras hincharse con rapidez como las velas de un barco guiado por los Alisios, pero me aferré a esta segunda vida con desesperación, temerosa de volver a aquella nada cortante y blanca que era la muerte de cuyas garras había escapado.
Después de estos primeros instantes de vida, en los que intenté acostumbrarme al continuo torrente de información sensorial que me taladraba, me incorporé sin dificultad y salí a pie de mi nicho, confiando a la discreción de los muertos el secreto de mi huida.
Vivir dolía. La muerte era tediosa, sí, pero también proporcionaba una anestesia eficaz a la que me había acostumbrado. Con cada paso notaba el dolor punzante de la herida del costado que, aunque misteriosamente cicatrizada, no dejaba de ser lo que había acabado con mi vida. La fría herrumbre de la hoja del arma homicida se me había quedado dentro de la carne y ahora formaba parte de mí, me había hecho metálica e inhumana hasta cierto punto, pero también brillante.
No necesitaba citarte para saber que estarías en el lugar previsto en el momento adecuado, supe que mi espíritu errante y sediento de venganza se te había aparecido en sueños en forma de cuervo negro y te había señalado un camino que habrías de seguir en una especie de trance espeso y dulzón que te embotaba los sentidos.
Ya despuntaba el amanecer cuando llegué al tenue laberinto de ruinas donde reuniste la fuerza suficiente para atestarme un golpe mortal entre la cuarta y la quinta costilla del lado izquierdo, donde el óxido vibraba animando la venganza. El rosa y el dorado bailaban en el cielo una danza de vueltas y volteretas, de roces y caricias invisibles sin llegar a tocarse, destinados a no llegar a juntarse nunca, luz y el reflejo coloreado de esa misma luz, un espejismo de una compañía inexistente, luz y color separados y a la vez unidos por su propia esencia.
Estabas de rodillas y con el rostro dirigido al suelo, donde aún se entreveían los hilos rojizos de mi carne desgarrada. Caminé sin prisa hasta situarme frente a ti, decidida a desagraviarme con detenimiento, probablemente desmembrando tu cuerpo asesino a mordiscos voraces.
Dos movimientos certeros me bastaron para tenerte a mi merced, tu cuerpo de coloso no era rival para mi odio enardecido por la novedad de la vida. Un solo golpe más y podría entregarme al frenesí homicida. Y sin embargo, aflojé el lazo alrededor de tu cuerpo y me di la vuelta sin una palabra, perdonándote la vida como tú no habías hecho conmigo. Tal vez la muerte había ablandado mi espíritu guerrero, o tal vez había sido la vida recuperada la que me había inspirado la ternura del perdón.
Así como estaba, de espaldas a ti, sentí que había roto con un pasado polvoriento que ya no me pertenecía y que a partir de entonces podría dedicar mi nueva vida a caminar lejos de aquel pueblo maldito. Cuando ya podía sentir el aire renovado a mi alrededor, sonó la detonación. La fría garra de la muerte me arañó por la espalda, derribándome al instante. Mi segunda muerte fue patéticamente sorpresiva y rápida, cuando quise darme cuenta de tu absoluta impiedad, ya me había ido de allí y no podía sentir el peso de tu pierna apoyada en mi espalda.
La tercera vez que nací, fue ya para no volver a morir jamás.

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