Recuerdo a la
perfección aquel seco momento en que renací. Mi segundo nacimiento fue tan
distinto al primero que dudé de su autenticidad y pensé que tal vez no era más
que una ilusión de la muerte, que quería reírse de mí. Pero al punto me di
cuenta de que aquel violento primer latido de mi corazón agarrotado solo podía
significar una cosa: volvía a estar viva. Y no solo volvía a vivir, sino que
seguía siendo yo: aquellos miles de metros de venas y arterias que volvían a
sentir el fluir de la sangre eran los mismos que asistieron asombrados a mi
prematura muerte, tras la cual el plasma encarnado se coaguló, cegando las
tuberías que alimentaban mis tejidos.
Si mi primer
nacimiento, aquel en el que mi madre me dio la vida, fue húmedo y viscoso, este
renacer solitario fue absolutamente antitético, fue seco y acartonado, de forma
que se pareció mucho al estado de la muerte, si bien no al acto en sí de morir,
que sorprendentemente se había parecido mucho a mis primeros instantes ahogada
en los fluidos amnióticos, cuando no era más que un ser acuoso y ciego que
luchaba por respirar.
Tras los
primeros latidos, que fueron lentos y sentenciosos como las doce campanadas de
un reloj a medianoche en una casa vacía, mi corazón comenzó a bombear sangre
con rapidez, ansioso por enviar vida a cada rincón de mi cuerpo, que había sido
respetado por los gusanos y la tierra.
Me dolió el
aire en el pecho, los pulmones amenazaron con desgarrarse tras hincharse con
rapidez como las velas de un barco guiado por los Alisios, pero me aferré a
esta segunda vida con desesperación, temerosa de volver a aquella nada cortante
y blanca que era la muerte de cuyas garras había escapado.
Después de
estos primeros instantes de vida, en los que intenté acostumbrarme al continuo
torrente de información sensorial que me taladraba, me incorporé sin dificultad
y salí a pie de mi nicho, confiando a la discreción de los muertos el secreto
de mi huida.
Vivir dolía.
La muerte era tediosa, sí, pero también proporcionaba una anestesia eficaz a la
que me había acostumbrado. Con cada paso notaba el dolor punzante de la herida
del costado que, aunque misteriosamente cicatrizada, no dejaba de ser lo que
había acabado con mi vida. La fría herrumbre de la hoja del arma homicida se me
había quedado dentro de la carne y ahora formaba parte de mí, me había hecho
metálica e inhumana hasta cierto punto, pero también brillante.
No necesitaba
citarte para saber que estarías en el lugar previsto en el momento adecuado, supe
que mi espíritu errante y sediento de venganza se te había aparecido en sueños
en forma de cuervo negro y te había señalado un camino que habrías de seguir en
una especie de trance espeso y dulzón que te embotaba los sentidos.
Ya despuntaba
el amanecer cuando llegué al tenue laberinto de ruinas donde reuniste la fuerza
suficiente para atestarme un golpe mortal entre la cuarta y la quinta costilla
del lado izquierdo, donde el óxido vibraba animando la venganza. El rosa y el
dorado bailaban en el cielo una danza de vueltas y volteretas, de roces y
caricias invisibles sin llegar a tocarse, destinados a no llegar a juntarse
nunca, luz y el reflejo coloreado de esa misma luz, un espejismo de una
compañía inexistente, luz y color separados y a la vez unidos por su propia
esencia.
Estabas de
rodillas y con el rostro dirigido al suelo, donde aún se entreveían los hilos
rojizos de mi carne desgarrada. Caminé sin prisa hasta situarme frente a ti,
decidida a desagraviarme con detenimiento, probablemente desmembrando tu cuerpo
asesino a mordiscos voraces.
Dos
movimientos certeros me bastaron para tenerte a mi merced, tu cuerpo de coloso
no era rival para mi odio enardecido por la novedad de la vida. Un solo golpe
más y podría entregarme al frenesí homicida. Y sin embargo, aflojé el lazo
alrededor de tu cuerpo y me di la vuelta sin una palabra, perdonándote la vida
como tú no habías hecho conmigo. Tal vez la muerte había ablandado mi espíritu
guerrero, o tal vez había sido la vida recuperada la que me había inspirado la
ternura del perdón.
Así como
estaba, de espaldas a ti, sentí que había roto con un pasado polvoriento que ya
no me pertenecía y que a partir de entonces podría dedicar mi nueva vida a
caminar lejos de aquel pueblo maldito. Cuando ya podía sentir el aire renovado
a mi alrededor, sonó la detonación. La fría garra de la muerte me arañó por la
espalda, derribándome al instante. Mi segunda muerte fue patéticamente
sorpresiva y rápida, cuando quise darme cuenta de tu absoluta impiedad, ya me
había ido de allí y no podía sentir el peso de tu pierna apoyada en mi espalda.
La tercera vez
que nací, fue ya para no volver a morir jamás.
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