Ay, Tristán, ¿no lo recuerdas? ¿No recuerdas que yo había predicho lo que ocurrió aquel día? ¿No recuerdas las palabras que me inspiraron los posos del té? Yo sí. Las tengo grabadas a fuego. Debí haberte llevado lejos en cuanto se reveló la profecía. Pero no lo hice. Ay, Tristán, me arrepentí cada segundo de los cuatrocientos doce días siguientes. El alba iluminará un pueblo de viudas. Me miraste inquisitivamente según lo decía y, avisado por tu instinto, me pediste más detalles. Pero las hierbas mojadas en el fondo de la taza no dijeron nada más. Puede ser cualquier cosa.
Esa noche tenías que ir a la fragua a terminar un encargo del señor Costanegra, que necesitaba una nueva verja para su caserío y el herrero te había mandado hacer una cerradura bonita, consciente de que más que herrero eras un platero, que trabajabas con las manos con una precisión pasmosa y que podías hacer maravillas con cualquier resto de escoria. Por supuesto, el poderoso terrateniente nunca sabría quién era el responsable del preciosista resultado, el herrero no iba a revelar que su aprendiz le aventajaba notablemente.
Antes de marcharte, cuando ya había anochecido, me miraste largamente y caí en el precipicio color musgo de tus ojos. Estoy tranquilo porque tú no puedes quedar viuda, pero de todas formas, cuídate, volveré por la mañana. Te marchaste sin una palabra más, pero yo me quedé inquieta. ¿Qué habían querido decir tus palabras? Me habían molestado un poco las implicaciones de lo que habías dicho, era cierto, yo no estaba casada y, a la edad de veintidós años, era todo un fracaso. Que las vecinas hablasen me daba igual pero, ¿que lo hicieras tú? Además, desde que habías llegado a mi casa, se habían disparado los rumores, hasta el punto de que a los pocos días vino el sacerdote a exigir un matrimonio urgente para acabar con nuestra supuesta unión pecaminosa. Tuvimos que aclarar la situación, inventar un parentesco inexistente y decidir que a partir de entonces durmieras en el taller. Aunque tu encanto natural y la clara falta de tal unión pecaminosa hizo que el pueblo olvidara rápidamente el escándalo, yo no podía sacármelo de la cabeza. En cierto modo, la relación que nos unía y que nadie comprendía era precisamente la garantía de que jamás ningún hombre fuera a casarse conmigo. Yo viviría sola siempre y tú probablemente acabarías casándote con alguna de las muchas jóvenes que te seguían entre risas nerviosas por el mercado.
Me acosté acosada por estos pensamientos y me sumí en un sueño inquieto que presagiaba la desgracia.
El alboroto que se formó en el pueblo me despertó y rápidamente salí a la calle. Era aún de noche, aunque la madrugada estaba avanzada. Unos forasteros vestidos de militar y con el bigote engomado estaban pintando de azul los quicios de las puertas de cada casa. No, no de todas, de la mía pasaron de largo, ignorándome, como si yo no estuviese allí. Con ellos iba el alcalde, que daba las instrucciones de las puertas que debían marcar.
Yo me acerqué a un joven militar que apenas si tenía bigote y le pregunté qué ocurría. Esto es la guerra, señora, pero no se preocupe, su marido volverá para darle muchos hijos, esta es zona conservadora y vamos a aplastar a esos liberales hijos de puta. No me quedé a pedir más información ni a aclarar que no estaba casada, corrí hacia la fragua para llegar antes que el alcalde y llevarte a mi casa, que no estaba marcada y adonde nadie iría a buscar hombres para el frente.
Cuando llegué me encontré la puerta marcada y abierta; el taller estaba solitario y nadie vigilaba las brasas.
En la calle me enteré por otras mujeres en camisón de que se habían llevado a todos los hombres para escoger a los más aptos y prepararlos antes de llevárselos. Nadie sabía dónde estabais, así que nos fuimos a la carretera principal a esperar a que pasara la carreta que había llegado vacía y se iba a marchar llena, llevándose nuestro futuro.
Pasadas unas horas eternas, en las que nadie dijo nada ni se oyó un solo llanto, las ruedas del convoy comenzaron a crujir por la calzada. No necesité ni darme la vuelta para saber que habías sido seleccionado, lo sentí en el traqueteo de las ruedas, en el aire que movían, que olía a orégano y canela.
Os habían afeitado por completo el cuerpo como medida de higiene así que me costó un par de segundos localizarte. Deberías haberte visto, Tristán, incluso iluminado solo por la luz de la luna, tus facciones esculpidas refulgían de pura belleza. No tenías ni cejas, pero habían respetado tus pestañas negras y brillantes, que aletearon al reconocerme en la multitud.
Con tu pelo se habían llevado lo único que probaba que eras humano, me pareciste un coloso, una divinidad lejana y terrible. Me reí de los militares que vigilaban que no os escaparais, ¿cómo pretendían apresar a un dios con armas terrenas y llevarlo a una guerra de hombres? Supe que si quisieras podrías elevarte y huir del cruel destino que te esperaba, volar cual pájaro y regresar al Tártaro. Pero no lo hiciste, simplemente me miraste con una mirada en la que brillaba una severidad dirigida a todo el género humano. Tristán de la guerra.
La carreta avanzó sin piedad con paso tortuoso y perdí tu mirada entre las decenas de miradas indefensas de nuestros hombres, que se iban para no volver. Cuando desaparecisteis en el horizonte, amaneció.
Y sí.
Se iluminó un pueblo de viudas.
Un pueblo de viudas en camisón, ojerosas, despeinadas y ateridas de frío.
El silencio de aquel día fue un silencio de muerte, un silencio que aún no he conseguido terminar de despegarme de la piel.
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