Parece imposible que no recuerde exactamente qué día fue aquel día que habría de marcar, no solo mi vida, sino también mi existencia más allá de la muerte de mis tejidos, durante ese período en el que ya no eres nadie pero aún eres algo, hasta que vuelves a la tierra y ya no eres nadie ni nada. No recuerdo ni siquiera el mes, aunque por el color del cielo y el frío venenoso que me arañaba las piernas deduzco que fue en noviembre. Fue un miércoles, de eso sí que no hay duda.
Aquel día, que había empezado como otro cualquiera, terminó con un funeral silencioso entremezclado con los efluvios viscosos del nacimiento.
Cuando las campanas de la torre del reloj tocaron seis veces, llegaste a mi casa, Tristán, con el sudor pegajoso de la fragua congelado en las sienes por el frío. Definitivamente la carpintería te había tratado mejor de lo que lo estaba haciendo el oficio de herrero, pero la muerte de Lola había precipitado la huida del carpintero y sus otras siete hijas, que cargaron con el ataúd de su hermana hasta la nueva población donde se asentaron. Todas habrían de morir en los siguientes meses porque todas, como Lola, estaban bajo tu encanto, Tristán asesino.
Estabas agotado, te dejaste caer pesadamente en el suelo junto a mí, que estaba esparciendo las cartas del Tarot. Me duele. Te acaricié la mejilla no como muestra de cariño, pues nunca me atrevería a tratarte con tan poco respeto, como si para mí solo significases lo que significabas para las otras muchachas del pueblo que reían alborotadamente a tu paso. No era eso, estaba comprobando si tenías fiebre. Y la tenías.
Tristán, tienes que bañarte en el río o el calor te freirá los sesos. Pero tú te limitaste a gemir y cerrar los ojos pesadamente. Resolví cargarte yo misma hasta el río, pero, pese a tu aspecto atlético, tu cuerpo era pesado como el de un arado y no logré moverte ni un milímetro. Además, el calor de metal fundido que desprendías te había adherido al frío piso de piedra.
Salí al frío traidor con una vasija y la llené del cristal helado que bajaba de la montaña. Repetí la operación varias veces, cada vez vaciaba el contenido que cargaba en una tina grande que se había usado en los tiempos en que mi padre vivía para pisar la uva. Cuando la tina estuvo llena, te empapé con agua fría hasta que te despegaste del suelo y logré transportarte hasta el interior del enorme recipiente que aún olía a alcohol. Atravesaste la superficie con un ruido de cascabeles, el frío era tal que ya se había congelado. La pesada ropa de abrigo te empujaba hacia el fondo, así que te deshice de ella como un autómata, sin ser realmente consciente de lo que hacía.
En cuanto tu espléndida desnudez bronceada entró en contacto con el líquido cercano a la congelación, se evaporó de golpe con un sonido de exhalación, el agua te arrebató el calor que te enfermaba formando una nube blanca sobre la bañera improvisada.
Te dejé desnudo en la tina vacía y volví al río con el cántaro para remojarte de nuevo. Tras varias idas y venidas, logré que flotaras en el agua fría pacíficamente, ya libre de la fiebre que atacaba a los nuevos herreros.
Tu imponente cuerpo moreno me maravilló, no había visto nada tan hermoso en la vida, nada tan perfecto ni tan natural.
Flotaste en el agua mucho rato, mientras yo seguía sentada en el suelo echando las descoloridas cartas del Tarot con las que me ganaba la vida. En un momento indefinido te oí chapotear a mi espalda y supe que te habías despertado, pero no me moví, seguí barajando y repartiendo.
Te acercaste sigilosamente y te sentaste a mi lado sencillamente. Yo no te miré.
¿De quién es el futuro que estás leyendo ahora?
Es el de las hijas del carpintero.
Siete veces salió la muerte con su guadaña y una vez salió el loco.
Las siete morirán por el mismo hombre que mató a Lola, una cada luna llena y todas con los ojos abiertos.
Recogí de nuevo las cartas y las mezclé. Me pediste que te leyera el futuro a ti. Te indiqué que te pusieses enfrente de mí y pude comprobar lo que ya sospechaba, que seguías sin ropa mostrando ese físico insultantemente proporcionado.
Cerré los ojos y describí los movimientos que había aprendido de niña y que tantas veces repetía al día. Mis manos se movían seguras y rápidas y las cartas se deslizaban entre mis dedos sin dificultad. Pero no logré sacar ni una sola carta del mazo. Cada vez que me disponía a hacerlo, las cartas se rebelaban y exigían volver a ser barajadas. Tras varias intentonas, abrí los ojos.
Lo suponía. Intenta leerme el pasado.
Era una petición insólita, pero lo hice. Realicé los mismo movimientos de siempre, pero a la inversa: empecé con las cartas boca arriba sobre el suelo y terminé con ellas apiladas boca abajo en la mano. Entonces di la vuelta al mazo y comencé la lectura con esa carta.
Se comenzó a dibujar ante mis ojos una oscura historia con el Tártaro como telón de fondo, una historia de traiciones, maldiciones y profecías que eran las que me impedían ver tu futuro, Tristán, que había sido vendido como una mercancía de segunda mano. Entré en una especie de trance, murmuraba las cartas que iban saliendo y luego iba hilvanando lo que cada una sugería. Terminé la lectura el día de tu nacimiento, cubierto de sangre que no era ni tuya ni de tu madre y ahogado en los fluidos amnióticos.
Recogí las cartas y te miré.
Ahora ya sabes quién soy.
Lo dijiste con una dureza que me dolió y me llenó los ojos de lágrimas. Aunque ahora supiera tu pasado, no era capaz de comprenderlo, aquellas medias palabras susurradas por las cartas solo tenían sentido para ti. Vi que te odiabas por aquello que las cartas acababan de contar. Y entonces me odié a mí misma por haber desnudado así tu alma además de tu cuerpo.
Entenderé que no quieras tenerme bajo tu techo.
Apreté los dientes y me acerqué a ti. Te abracé con fuerza y te dije que te perdonaba todo lo que hubieses hecho, que aquello formaba parte del pasado. Tú ni te incomodaste por mi cercanía a tu cuerpo desnudo ni respondiste a mi desesperado abrazo.
Mi nacimiento me marcó para siempre.
Te arañé la espalda de pura rabia y grité que no, que no, Tristán, que no te dejaría marchar ni quedarte con ese peso.
Entonces, llorosa y mocosa como estaba me aparté de ti, que, como una estatua, habías permanecido impasible, y arrojé las cartas a la lumbre. Las llamas se colorearon y ardieron con fuerza mientras convertían en ceniza mi medio de vida.
Se acabó. Tu pasado ha muerto. Y ahora morirás tú. Te reduciré a cenizas y te haré renacer.
Por primera vez desde que nos conocíamos (incluyendo esos veintidós años entre que te vi al nacer y que llegaste a mi casa a beber leche con miel) era yo quien te sorprendía a ti, y tú quien miraba asombrado y se dejaba llevar.
Te hice levantar y te apoyé contra la pared. Metí las manos en el fuego y aplasté las brasas con los dedos, perdiendo para siempre buena parte de la sensibilidad, luego te dibujé una diana sobre el corazón con el polvo incandescente. Apoyaste la cabeza en mi hombro y hundiste la cara en mi melena caoba.
Un segundo después, moriste, Tristán. Todo tu peso de coloso cayó inerte sobre mí. Las rodillas me cedieron y nos desplomamos sobre el suelo aparatosamente.
Pasé el resto de la noche tendida en el suelo con tu cabeza, que pesaba como solo pesan los muertos, apoyada en mi vientre. Velé tu muerte con cánticos y elegías secretas.
Cuando cantó el primer gallo, dejaste de ser nervudo y rígido y te hiciste acuoso y tierno como un recién nacido. Naciste en mis brazos como nacen todas las crías, desnudo y llorando con el corazón aleteando como un colibrí.
Soy libre.
Eras libre y estabas atado a mí por siempre, como lo había estado yo a ti desde que nací, desde que al abrir los ojos te entreví entre el velo turbio de las primeras luces. Tú y yo, Tristán, a partir de entonces solo fuimos tú y yo.
Eras libre y estabas atado a mí por siempre, como lo había estado yo a ti desde que nací, desde que al abrir los ojos te entreví entre el velo turbio de las primeras luces. Tú y yo, Tristán, a partir de entonces solo fuimos tú y yo.
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