Frente al espejo, me quité el vestido blanco de lino y las sandalias de esparto. Fui pescando una a una todas las florecillas que me navegaban los mechones dorados y las dejé caer al suelo. Eché a correr desnuda, a la vista de todos, que no podían entender por qué nadie escogería el camino que yo acababa de tomar.
Pero yo sí entendía por qué desde hacía tiempo, por mucho que me hubiera empeñado en mirar hacia otro lado, en fijarme solo en la bella imagen que me devolvía el espejo, cubierta de flores y de luz blanquísima. Así que no perdí ni un segundo y me puse el sayo negro (esto también sorprendió a las gentes, que habían esperado maliciosamente verme en breve enfundada en un vestido blanco distinto y peinada con flores de otro color). También me recogí el cabello en la nuca y me cubrí el rostro con un velo; no quise dejar lugar a las dudas.
Me puse a caminar, con la cabeza alta. No necesitaba que nadie más lo entendiera. Yo sabía por qué.
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