Nunca había creído que el día de nuestra muerte estuviera escrito en ningún sitio, Tristán, siempre sospeché que nosotros, tú y yo, éramos eternos. Por supuesto, creía en el destino, sabía que en algún lugar, probablemente más cercano al centro de la Tierra que al centro del universo (la vida siempre me pareció intrínsecamente mundana), estaba escrito todo aquello que había de pasarnos en un libro infinito de páginas que se multiplicaban.
Tú y yo, Tristán, estábamos destinados a vivir infinitas vidas, una detrás de otra, solamente teníamos que evitar las también infinitas muertes que los hombres, no el destino, tenían planeadas para nosotros. Cada día que burlábamos esas muertes, prorrogábamos nuestra eternidad.
En el momento en que la bala certera me atravesó el cuarto espacio intercostal, supe que iba a morir sin remedio, y supe también que tú morirías conmigo.Y en ese momento preciso en que morí pude ver con claridad todos nuestros posibles futuros ya irrealizables, aquellos que nunca sucederían, pero que sin embargo existían fugazmente durante aquel segundo que los vi. Te contaré un secreto, querido Tristán, todos los días que estaba escrito que habrían de venir y que ya nunca podrán sucedernos acababan igual: el sonido húmedo y profundo de los latidos de tu corazón. Siempre igual, Tristán, mi oído contra tu pecho y el potente bombear en el mediastino de tu corazón; sus gruesas paredes vibrando violentas sin oposición.
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