Sebastián llegó del pasado, como ocurre siempre con las mejores historias; llegó con sus ojos negros y su porte de príncipe heredero. Jamás habría podido olvidar el sonido de su sonrisa, que solo yo podía oír y que me transportaba a lugares deshabitados del alma.
De nuevo, como solía ocurrirnos, no pudimos hablar, la maldición que alguien había escrito con sangre era más fuerte que mis ganas de oír su voz o tal vez las suyas de oír la mía. Pero no me importó, me contenté con contemplar su nuca morena e intuir desde detrás su fino rostro abrigado por una barba oscura y cerrada.
Tampoco esa vez pude comprobar cómo sonaba su risa (la que todo el mundo puede oír) y si sonaba distinta a su sonrisa (esa que solo yo oía), pero tuve la certeza de que volveríamos a vernos cuando fuera el momento adecuado.
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