Quien dice que las dudas matan nunca ha tenido que vivir con una certeza.
Una certeza espinosa, sangrante, concreta como un muro de hormigón, pesada como un muerto.
Yo llevo mi certeza a cuestas camino al Gólgota sin llegar nunca. No soy hija de ningún dios y ninguna muerte me socorre (menos aún, una resurrección).
Mi certeza es que, si bien nuestro tiempo juntos fue el mejor de mi vida, este ha terminado para siempre y no va a volver jamás. No tengo dudas. Simplemente lo sé.
Pero la certeza me vive en el pecho, me parasita, me asfixia, me produce una extrañeza familiar.
Duele cada minuto, cada segundo, y no hay consuelo posible.
La certeza siempre pesa lo mismo.
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