Querido Mattia:
Tenía miedo. El camino era cada vez más oscuro y cuesta abajo, por mucho que intentara mirar hacia atrás, no lograba ver de dónde venía. La senda soleada que recordaba en mis sueños estaba demasiado lejos, me di cuenta de que nunca iba a poder volver. Así que eché a correr hacia delante con todas mis fuerzas. Me tropecé y rodé ladera abajo, clavándome palos y piedras, cayendo sin control. Grité con todas mis fuerzas, no solo por el miedo del momento, sino también por todo el miedo que había ido guardando muy apretado en el fondo del pecho, detrás del ventrículo izquierdo, ese que fingía que no existía.
La caída terminó antes de lo que esperaba, aterricé en un lecho de hierba blanda que poco pudo hacer por amortiguar la violencia de la caída. No te voy a mentir, tardé en levantarme. Me dolían todos los huesos, tenía todo el cuerpo lacerado, llegué a pensar que no iba a poder andar nunca más. Pero entonces amaneció. Sí, como lo oyes, salió el sol.
La verdad es que me levanté esperando haber regresado a la senda bañada por luz dorada que tanto echaba de menos. Imagina mi decepción cuando me encontré en un lugar desconocido, hermoso, sin duda, pero también totalmente nuevo. Todas las heridas de la caída me empezaron a doler de golpe; lo curioso es que las peores estaban en los lugares más insospechados, esos que jamás pensé que fueran a dolerme. Supe que la senda soleada que recordaba había quedado atrás y no volvería, que por mucho que escalara de vuelta, cuando llegara, no iba a estar. Esta certeza me llenó los ojos de lágrimas y el pecho de alquitrán negro y opresivo.
Y aquí sigo, explorando mi nuevo camino. Despacio, eso sí, porque aunque a ratos pretendo olvidar que estoy herida, el dolor me lo recuerda constantemente. Puede que ya no esté en ese horrible camino oscuro lleno de susurros macabros, pero a veces en sueños creo haber vuelto o peor, estar paseando plácidamente por el sendero soleado.
Pero, como te decía, sigo viva. Aunque cada latido duela.
Siempre tuya,
Farfalla.