En aquellos últimos instantes de su vida, cuando su
pecho ansioso y fatigado se esforzaba por robar al aire las últimas bocanadas
secas y polvorientas que fueron la causa última de su muerte, Tristán del
Tártaro recordó aquellos tiempos felices que tanto añoraba y que habían huido
de él sin reparo alguno. En aquellos días de juventud aún tenía la frente
despejada y morena y se le conocía como Tristán de los Campos de Maíz.
Tristán había pasado sus mejores años trabajando la
misma tierra compacta y oscura que, a cambio de horas de sudor, le había dado
los más hermosos maizales de la región, los que daban la harina más fina y
amarilla. Durante docenas de meses había trabajado cada día, tomándose apenas
un descanso los domingos para oír misa y pedir a Dios que no se demorara la
estación seca, tan necesaria en aquella tierra de lluvias que llegaba a pudrir
sus cosechas de pura humedad.
La naturaleza era generosa y exuberante en aquella
región, no faltaban lluvias ni nutrientes en los suelos, que recibían
agradecidos el duro trabajo de los labradores, a quienes tanto el amanecer como
el anochecer los sorprendían con la espalda doblada y las manos enrojecidas de
la escarcha. El viento helado del norte, empujado en violentas rachas desde el
mar embravecido, había acabado por borrar los labios de Tristán, que eran poco
más que una línea fruncida, seca y curtida.
Tristán amaba a su tierra del mismo modo que otros
amaban a sus esposas, con un amor irracional e incondicional por el que habría
estado dispuesto a dejarse matar, siempre y cuando su cuerpo sin vida fuese
enterrado en aquella parcela, para así fundirse con ella y alcanzar la
inmortalidad brotando en forma de mazorcas de granos dorados.
Si le hubiesen dicho que habría de ser él quien
arrasase su idolatrado fragmento de naturaleza con sus propias manos, que
habría de ser él quien envolviese su única herencia en un torbellino de llamas
despiadadas y voraces, se habría reído con su risa profunda, que le resonaba en
el pecho con vibraciones de guitarra española.
Aquella triste madrugada que, encañonado y
tembloroso, arrojó el fósforo prendido a sus desprevenidos maizales tuvo la
tentación de arrojarse a aquel portento de flamas y así arder con él,
consumirse antes de perder lo único que ansiaba: que sus restos descansaran en
aquella tierra reposada. Pero los enviados del gobierno no se separaron de
Tristán hasta que el fuego se murió de hambre y su tierra amada quedó negra y
arrasada, seca en su superficie y yerma hasta varios metros de profundidad,
donde la vida se agazapaba asustada.
Antes de marcharse, aquellos peleles uniformados le
informaron de que aquel terreno no solo no era suyo, sino que nunca lo había
sido, y le hablaron de complejas figuras jurídicas y de expropiaciones con
carácter retroactivo, por las que no se recibía indemnización, pues en ellas
figuraba que la tierra siempre había pertenecido al Estado. Tristán ni siquiera
intentó comprender cómo era posible que lo que el día anterior era suyo desde
entonces, catorce de noviembre, formalmente jamás le hubiera pertenecido, no,
se limitó a meterse en la cama hasta casi consumirse de pena.
Atrás quedaron las camisas blancas de lino, el sudor ardiente
de las siega, el bronce en la piel, las pestañas quemadas, los músculos torneados
y las canciones populares. El movimiento ondulante y perezoso de las plantas de
maíz, el suave brillo estival, el tacto de la tierra húmeda y la aspereza de
las herramientas se convirtieron en meros fantasmas coloreados que visitaban a
Tristán en las tediosas horas en la fábrica.
Tristán se había convertido en un obrero de la
metalúrgica que el gobierno había levantado en aquella parcela que ni era ni
había sido nunca suya, una ridícula argucia legal que, a medida que los
recuerdos perdían color como las caracolas deslavadas por el mar, había
comenzado a creer.
Las monótonas horas de alienación le habían secado
los ojos y la piel, convirtiéndolo en un ser gris y atormentado de salud débil
y huesos quebradizos. Si no se dejaba morir, era porque sabía que aquel
monstruo que escupía humo y hollín estaba ocupando su legítima fosa.
Cuando ya no le dolía ver el cielo cubierto de polvo
espeso, cuando la lluvia abrasadora había dejado de causarle temor, cuando se
había acostumbrado a ver seco el lecho del río, cuando casi se había convertido
en ciudadano de aquel horrible lugar que solo podía ser el Tártaro, Tristán
pestañeó y ya no pudo moverse. No le dio tiempo a comprender qué había
sucedido, ni siquiera pudo alegrarse por el derrumbamiento de aquel gigante de
hormigón, solo fue consciente de cómo sus pulmones se llenaban de densas
volutas negras de veneno ácido, tan distinto a la brisa que tanto añoraba.
Tristán desapareció en la negrura polvorienta que
había acabado también con sus queridos maizales, si bien no pudo cumplir su
última voluntad de descansar con ellos, al menos sus muertes fueron idénticas.
Pero a Tristán del Tártaro se le negó la inmortalidad que le habría dado
fundirse con la tierra; no hubo renacer dorado al sol, solo hubo muerte estática
y carbonizada.
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