Clara cojeó lentamente hasta la puerta y metió la llave en la cerradura. La casa olía a polvo y a abandono. Cerró la puerta tras de sí y, oculta en la oscuridad de la casa, se dejó resbalar hasta el suelo. Lloró con la mejilla contra las tablas de madera y maldijo su suerte por seguir viva. Se quedó dormida y, por primera vez en meses, nadie la despertó ni con un balde de agua fría en la cara ni a culatazos ni arrancándole la ropa sin aviso. Al despertar, tardó en orientarse y, al recordar que era libre, volvió a desear haber muerto el día que estalló la guerra y a maldecir a aquel barbudo que se interpuso entre ella y la bala que le habría ahorrado tantas humillaciones.
Se sorprendió de que siguiera habiendo agua corriente y llenó la bañera sin preocuparse de quitarle antes el polvo y las hojas secas. Encendió el pequeño transistor y escuchó las noticias de la amnistía. Quiso indignarse, pero se sentía vacía, el campo de trabajo había acabado con la chispa revolucionaria que antaño había latido en su pecho. El locutor invitó a todos a olvidar la guerra y los desmanes de ambos bandos y a centrarse en la reconstrucción. Clara deseó con todas sus fuerzas poder de verdad olvidar.
En el baño se enjabonó de pie llegando a todos los resquicios de su cuerpo; la herida del vientre parecía milagrosamente no estar infectada y Clara pensó que morir de septicemia habría sido más fácil que sobrevivir a aquella carnicería.
Con unas tijeras oxidadas se cortó la melena y con una cuchilla de afeitar que encontró en un armario se rapó el pelo muy corto, dejando a la vista hematomas, cicatrices y mataduras varias. Los piojos corrían enloquecidos tratando de encontrar refugio, pero Clara acabó con su hogar sin ningún tipo de reparo.
Frente al espejo del dormitorio de sus padres se sintió extrañamente conmovida al ver su cuerpo esquelético y enfermo, su piel reseca y pálida, los hematomas en distintos estadios, su cabeza pelada y, sobre todo, el costurón que le cruzaba el vientre de parte a parte. Aquella compasión por su cuerpo quebrado le pareció extrañamente alienígena y decidió que probablemente provenía del espíritu de su madre, que seguramente aún estaba contenido en aquel dormitorio. Para calmar al fantasma de su madre y apaciguar aquella quemazón, cubrió su cuerpo maltrecho y recién lavado con un camisón de lino que encontró en un baúl. Se dejó abrazar por aquel manto protector y se sintió a la vez niña y abuela.
Luego salió a la calle descalza y sorprendió a los vecinos en sus jardines, ocupados con sus quehaceres, de camino al mercado. Ya no pudieron esconderse tras las persianas y excusarse en la ignorancia, porque todos pudieron verla. Clara los miró sin miedo ni resentimiento, sin ocultar sus heridas, mostrando su calavera, la herida del vientre se transparentaba bajo el camisón. Había decidido no plegarse a la farsa de la amnistía ni lamerse las heridas en soledad y salir a la vida pública una vez hubiera sanado. Ella sería el testimonio de los horrores de aquella guerra sin sentido y recordaría cada día a sus vecinos que aún estaba herida, que había partes de ella que le habían sido arrebatadas para siempre y que no podrían regenerarse, que nadie movió un dedo el día que se la llevaron y que nadie llamó a su puerta el día de fiesta que la trajeron de vuelta. Quiso que al menos tuvieran que sentir la incomodidad de ser testigos de su recuperación, tener que caminar tras su paso cojo en el mercado y ver su silueta esperando en la cola del hambre.
Cuando llegó la primavera y ya tenía la cabeza cubierta de un fino tapiz negro, llegaron noticias de un nuevo alzamiento militar. Esta vez, Clara fue la primera en alistarse contra los militares y esta vez sí empuñó un fusil. Esta vez rogó por una bala certera.
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