Se me llenaron los ojos de lágrimas al ver a Liss sentada en la orilla, los pies metidos en el agua, el cabello castaño en bucles desordenados, la piel oscurísima. La vi tan niña y tan delgada y tan inocente.
Me senté a su lado y quise explicarle el porqué de tanto tiempo sin noticias. Quise contarle de mis viajes, mis amores, mis aventuras, hablarle de los idiomas aprendidos, los sueños cumplidos, la independencia. Que había crecido reventando las costuras de la vida pasada, que ya no era huesuda y temerosa, que había perdido rencor e inseguridades, que ahora era rubia y miope y corría por placer. Que dar ritmo a los corazones era mi trabajo. Que el sol me era esquivo y la piel se me había aclarado. Que había sido valiente y me había marchado.
Pero Liss me miró con esos ojos de niña anciana y supe que nada de eso importaba. Que ella ya lo sabía todo y no le importaba o no lo sabía y no quería saberlo. Entonces la abracé y le pedí que se viniera conmigo, le dije que quería que se bañara en el Elba helado. Liss sonrió y negó con la cabeza, yo no insistí más. Me quedé a su lado un rato, maravillada por su cuerpo pequeño y su tesón, por sus ideas y sus sueños, por su pequeño universo de pupitres y libros.
Luego me fui sin despedirme, sabiendo que siempre podría encontrarla allí.