Cuando cierro los ojos, aún te veo tal y como estabas aquella tarde, Tristán, pero no como una imagen estática, sino como una realidad viva; recuerdo tu respiración, el olor a viejo del tejido de tu poncho azul, tu piel morena reluciendo al sol, tus ojos cerrados como por encanto. Tristán dormido. Era domingo y te tocaba librar en la fragua, así que pasabas el día conmigo, sin hacer nada especial, simplemente acompañándonos mutuamente, y es que me había dado cuenta de que los dos habíamos estado muy solos hasta que nos encontramos, o casi mejor, hasta que nos reencontramos.
Yo cosía al sol apresuradamente las camisas de unos guardias civiles, mis manos se movían con destreza, pero añoraban las cartas que el fuego había consumido. Sin embargo, no me arrepentía de haber acabado con mi modo de vida, no si con ello te había salvado y te había unido a mí para siempre.
Cuando hube terminado los remiendos, con un resultado bastante precario, te miré largamente hasta que abriste los ojos de golpe, como siempre has hecho, como si realmente en vez de dormir hubieses estado alerta. Nada más verte los ojos, de un verde mucho más intenso que cuando te dormiste, supe que habías estado en el Tártaro en sueños. Te pregunté despreocupadamente si llovía. Miraste a tu alrededor, el sol bañaba el porche con generosidad, y asentiste débilmente. Allí siempre llueve.
Después de dejar las camisas en el cuartel general, fuimos a los maizales, que estaban crecidos, y nos sentamos entre las plantas, ocultos del mundo y del sol. Te encantaba estar allí, era uno de los pocos sitios en los que sonreías de verdad. Tristán de los campos de maíz.
Ese día me hablaste mucho de ti como nunca antes lo habías hecho y me dijiste algo que me reconcilió por completo contigo y con las circunstancias en las que llegaste al pueblo. Ese niño nunca llegó a nacer porque llevaba más muerte que vida. Y yo supe de qué niño hablabas y a qué te referías, porque había oído al médico contándole al boticario que el feto cuyo aborto habíamos presenciado llevaba unido a la espalda un gemelo que no había llegado a desarrollarse.
Llegó la noche y nos pilló fuera, pero no volvimos al pueblo, simplemente nos quedamos como estábamos, mirándonos a los ojos sin vernos, perdidos cada uno en nuestro propio interior. ¿O tal vez en el del otro? No lo sé, solo sé que me dijiste que algún día tenía que contarte por qué era tan desgraciada. Me dolió verme tan expuesta, me gustaba buscar en tu pasado, pero no que tú lo hicieras con el mío. Me levanté sin una palabra y me fui.
Todavía me pregunto, querido Tristán, si te quedaste después de que me fuera o si fuiste a dormir al taller. Supongo que saber dónde pasaste la noche aclararía muchas cosas. Pero lo que definitivamente lo aclararía todo sería saber si, como yo, tú también pasaste la noche en blanco.